La madre que me parió. Con perdón, pero, de verdad, la madre que me parió. Vuelvo a casa por las vacaciones de semana santa y me muero de ganas: dejar esta ciudad enorme y volver a mi pequeña ciudad mediterránea, solo para descansar. Pero, antes, antes de plantearme cómo llegar al aeropuerto o empezar a planear cosas más allá; antes de eso tengo que hacer una maleta. UNA MALETA. Desconozco si para el resto de la humanidad el drama es el mismo, pero para una servidora la sola idea de tener que preparar ese artilugio me llena de una mezcla de vagancia y nerviosismo que desconozco en cualquier otra situación. Como decimos por aquí, que me da tol palo, tío. Que no me inspira gana alguna. via GIPHY

Los cálculos no salen nunca

Es que por no tener, no tengo ni la capacidad de pensar seriamente qué voy a llevar durante mis días fuera, da igual la cantidad de estos. Porque, vamos a ser sinceros todos, no es humanamente posible calcular qué vas a necesitar durante aproximadamente 15 días, mucho menos en una estación como la primavera que es, básicamente, IMPREVISIBLE, lo que añade una presión PRESCINDIBLE, valga la rima. Pero la maleta sigue ahí. Es gris, cuadrada, de bordes redondeados y de cabina, es decir, pequeña, reducida: que hay que pensárselo bien, pues ahí dentro no cabe todo lo que quieras. Limitada, leñe. Una mirada rápida al armario, o ni siquiera eso, y una ya se resigna a aceptar que va a tener que hacer selección de la ropa. En voz alta, llevo una cuenta, como si fuera una regla de tres: si me voy 15 días eso significa que voy a necesitar unas 7 camisetas, o tal vez son muchas, o quizás me mancho... y dos pantalones, pero tal vez me aburro de ellos o me los mancho también, porque soy un desastre... pero en casa hay lavadora así que eso no es un problema..." y calculas y calculas y descubres que por motivos prácticos no puedes llevarte tu ropa preferida, porque es lógico que si te vas a llevar ropa que sea la cómoda, ¿o mejor con la que te sientes bien? via GIPHY

Pero lo peor de la maleta aún no ha llegado

Es imposible no gruñirle a la maleta que sigue vacía. Mejor me bebo una cerveza antes. Con resignación y una lata en la mano coloco las camisetas que han alcanzado la virtud: cómodas y bonitas a la vez. Lo mismo con los pantalones. Y la doy por acabada, pero luego recuerdo que lo único que me he acabado es la cerveza porque en la maleta no he puesto ni la ropa interior, ni el portátil, ni cepillo de dientes ni esas cosas que te hacen un poco más persona. Pero la ropa interior, ay señor, eso es siempre un drama. Bueno, todo el concepto de hacer la maleta lo es, pero con la ropa interior los síntomas empeoran porque hay una única ley universal: NUNCA TENDRÁS SUFICIENTES BRAGAS. Pero yo lo intento: cuento y multiplico, luego divido, hago trampas a ver si los números me dan. Por un momento espero poder hacer una especie de panes y peces, como un Jesús actualizado, pero no ocurre. Acepto, colocando todas las bragas que puedo en la maleta, que existe una pequeña posibilidad que algún día tenga que ponerme unas del revés. Intento ser optimista y lo llamo reciclaje; Pepito Grillo grita por el fondo de mi conciecia que es ser guarra. via GIPHY

El punto de duda

Coloco el resto de las cosas. Reviso la lista que he hecho préviamente para asegurarme de que está todo y parece que sí. Aún así, aparece el familiar tirón en el estómago que deja un eco molesto y persistente: "te olvidas de algo". Lo reviso todo treinta veces, por lo menos. Me dejo algo seguro, algo que nunca apunté en la lista, algo que aún ni si quiera sé que necesito, algo muy determinado y muy necesario... Se establece un rum rum semi-ansioso que me hace odiar, aún más si cabe, hacer la maldita maleta. via GIPHY Pero ya está hecha. Lo hice. Ahora, a casa. Esperemos que no exceda el peso que exigen las aerolínias porque os aseguro, de verdad que sí, QUE ME OIRÁN. Imagen de Pixabay en CC por Andreas