Los últimos bandazos y desaires de Rajoy no son signo de chulería, ni siquiera de su indolencia genética, sino de debilidad. Paradójicamente, su problema esencial no es la investidura sino el ejercicio pactado del poder porque no sabe cómo hacerlo. El organismo biológico del PP, con su finísima piel democrática, sus incurables tics autoritarios y su natural desprecio al diálogo, necesita de mayorías absolutas para crecer y desarrollarse. Si no goza de ella no hay vida posible para el PP.

Cuando todavía no domina los efectos de la crisis económica, a Rajoy le estalla en la cara la crisis del bipartidismo en España, donde ya nada será como era. Sabe que en las próximas legislaturas ninguna fuerza política volverá a gozar con la alegría de vivir en una mayoría absoluta. Pensar en ello le provoca ataques de pánico.

Rajoy vendería su alma al diablo para apartarse de la negociación de unos presupuestos desde posiciones minoritarias. Es un tren que no sabe conducir. Piensa que no merece la pena gobernar si, después de tomar en solitario y sin consulta una decisión de calado, no puede tumbarse en el sofá, encender un puro y leer el “Marca”.

En caso de gobernar, sabe que será un calvario. Alguien debería haberle aconsejado: “Cuando subes los escalones del poder solo verás las espaldas de quienes sobrepasas. Pero cuando los desciendas, te los encontrarás de cara”. Después de cuatro años de gobernar desde la púrpura y el armiño, ya no sabe si es mejor seguir en Moncloa sufriendo tan penosas condiciones o regresar a Santa Pola y registrar propiedades, que es lo suyo.