Katsikas se sitúa en el norte de Grecia, a 15 minutos en coche de Ioannina, una ciudad turística a pie del lago Pamvótida, llena de locales de moda y, a primera vista, menos afectada por la crisis que ha golpeado al país en los últimos años.

Y ahí, sólo a 20 kilómetros de una civilización occidental disfrutona, de vacaciones, se encuentra uno de los campos en el que, el 19 de marzo, a las 11:15h, se asentaron seiscientos refugiados. Laicos, musulmanes, yazidíes. Sirios, iraquíes, afganos, de origen palestino, kurdo. De diferentes niveles socio económicos. En el que la mitad son niños menores de 12 años.

Live stopped when we entered in Katsikas Camp, dice un cartel en un reloj que han erigido como monumento en medio del campo. Y esa es la sensación de haber estado un día con ellos. Unas vidas en las que las horas pasan sin proyección de futuro, bajo la mirada indiferente de las fuerzas de seguridad griegas. Unas vidas que se van llenando de actividades gracias al trabajo intenso de decenas de voluntarios independientes (en su mayoría españoles) y de ONGs (Olvidados, Pangea y Lighthouse como principales) que han conseguido cubrir las necesidades más básicas de los refugiados. Eso, si entendemos como básicas vivir en tiendas de campaña, tener acceso a comida que se les reparte en cantidades racionadas y a baños públicos, y que los niños puedan asistir a un colegio improvisado gestionado por la propia comunidad siria.

Esta ayuda humanitaria busca ahora que puedan sentirse personas, sonrían y puedan experimentar las emociones de cualquier individuo con una vida libre. Así, entiendes que se haya organizado una Shop para poder ir una vez a la semana a “escoger” ropa, un Beaty Salon donde las mujeres pueden dedicar un tiempo a su cuidado personal y estético, una Library para fomentar la lectura, un Kinder Garden para que esa numerosa población infantil juegue. Que se organicen exposiciones artísticas e incluso se ofrezcan conferencias en las que los propios refugiados comparten con los voluntarios su historia personal y la de su país. Tal vez sea esta la única manera con la que ese tiempo que se paró en marzo pueda seguir fluyendo, y que los refugiados consigan agarrarse a una esperanza para continuar viviendo.