El camino, el único camino, es el del amor, dicen todas las doctrinas filosóficas de la sabiduría oriental. Lo leí por primera vez cuando en mis veinte años me dediqué a buscar respuestas coherentes a mis interrogantes; porque en las ideas supuestamente trascendentes con las que me crie, las de la cultura judeocristiana, no encontraba nada más que sinsentidos, ignorancias y enormes vacíos. El amor es el camino. Esa idea me caló muy hondo, y me hizo entender, encontrarle sentido trascendente y espiritual a la realidad y a esas preguntas básicas y profundas que se hace todo ser humano pensante y sintiente.

Fue en esa época, paradójicamente, cuando conocí por primera vez la intensidad a la que puede llegar el odio en ciertas personas. Nunca antes había conocido algo así. Por entonces yo era un alma cándida e inocente para quien todo ser humano merecía el máximo respeto; que ni se podía imaginar las cotas de maldad, de mediocridad y de miseria que pueden habitar en algunos seres humanos. Pero las conocí y las sufrí en aquella época. El azar me llevó a tener cerca, durante un tiempo, a dos personas malvadas, psicópatas, envidiosas e incapaces de sentir afecto ni compasión por nada y por nadie. Expertas en mentir, manipular, difamar y sembrar odios y discordias con su veneno. Lo cual, en el fondo, no es otra cosa que las consecuencias insanas de un enorme complejo de inferioridad.

El odio sólo puede existir en ausencia de toda inteligencia, decía Tennessee Williams. En realidad, es ignorancia y zafiedad supremas lo que existe tras esa capacidad inmensa de odiar. La ignorancia esencial de los que desconocen que el daño que hacen a los otros se lo hacen al mundo y a sí mismos. Porque nada es ajeno. Porque todos somos pequeñas partes de la misma totalidad. Porque, como decía Carl Sagan, los átomos de todo lo que existe son idénticos. Porque todo es lo mismo. Porque odiar, envidiar, manipular, dañar a otro es, en realidad, perpetrar esos males contra uno mismo. Sobra decir, claro, que me alejé de esas personas lo antes que pude, y que aprendí, además de a no querer cerca a gente de esa calaña, una gran lección. Aprendí a valorar intensamente todas esas riquezas de que esas dos personas carecían y carecen por completo: el amor, la transparencia, la inocencia, la amistad, el afecto profundo, la buena educación, la tolerancia, la compasión, la bondad del corazón, la ternura y, sobre todo, la sensibilidad.

Verdaderamente esta anécdota y estas dos personas de que hablo no son otra cosa que una metáfora de las tinieblas de la España más negra, y de lo más negro de la condición humana; tinieblas que aún habitan entre nosotros, y que han sido abonadas a lo largo de los siglos por los idearios que hablan de amor mientras promueven la intolerancia, la hipocresía, la soberbia y el odio. Como el odio secular que las religiones han promovido, y siguen promoviendo, contra todo aquél que se desmarcara de sus rígidos, intolerantes e inhumanos esquemas, contra los librepensadores, los pensadores, los científicos, los discapacitados, las minorías, las mujeres, y, por supuesto, los homosexuales. Los que hablan de amor al prójimo expanden, en realidad, el odio a ese prójimo si forma parte de una parcela de la diversidad contraria a sus dogmas; una diversidad natural que no respetan, ni aceptan, ni entienden; porque es opuesta al modelo único, opresivo y opresor que imponen en su beneficio. La España que ora y embiste, decía Machado.

El cristianismo ha perseguido desde sus inicios, entre a otros muchos, a los homosexuales. Los ha quemado en hogueras, los ha criminalizado, los ha condenado a la crueldad de esconder su condición para evitar ser, incluso, encarcelados. En el franquismo, para no irnos muy lejos, les aplicaban la Ley de vagos y maleantes. Y, en la actualidad, los siguen persiguiendo. Ahora no los queman ni los encierran en mazmorras. Pero siguen vertiendo ideas incriminatorias y discriminatorias contra ellos. Ahora dicen que son enfermos. Siembran la homofobia y el rechazo contra este colectivo que, a día de hoy, se muestra abiertamente; algo que no ha podido hacer en veinte siglos. Aunque el porcentaje de intentos de suicidio en jóvenes homosexuales sigue siendo enormemente mayor al de los jóvenes heterosexuales. Alcanza más del 60 por cien. No es algo que nos pueda extrañar, dados los terribles antecedentes de desprecio y sentimientos de culpa e inadaptación que arrastran en su vida y en su historia.

Por un posible delito de odio han sido denunciados ante la Fiscalía los obispos de Getafe y Alcalá de Henares. La denuncia ha sido interpuesta, en los últimos días, por el Observatorio Español contra la LGBTfobia, como reacción ante una carta que difundieron los obispos como rechazo a la nueva Ley contra la homofobia, por considerar que esa misiva incita al odio y a la discriminación contra el colectivo LGBT. El colectivo reprocha a los obispos que califiquen una Ley justa que atiende los derechos humanos de aproximadamente un diez por cien de la sociedad de “ataque a la libertad religiosa y de conciencia”. Y critica también que los obispos afirmen que “se quiere imponer una ideología de género y un pensamiento único”, lo cual es, precisamente, lo que la Iglesia católica lleva haciendo, sin clemencia, durante dos mil años.

¿Por qué no muestran los señores obispos ese mismo desprecio y rechazo contra tantos miles de miembros del clero culpables de pederastia? Pregunto. Sólo pregunto, como habría dicho mi querido poeta e inolvidable amigo Rafael Fernando Navarro. Ese odio, esa intolerancia, esa soberbia de negar la diversidad y al que piensa, vive, o siente “diferente” son los mayores causantes de los peores males del mundo en su historia, tanto a nivel social como personal. El odio es uno de los grandes venenos del mundo. El amor es el único antídoto. Porque, como dicen las filosofías orientales, el amor es el camino, el único camino. Ojalá lo tuvieran en cuenta, de verdad, los señores obispos.