En Slacker, dirigida en 1991 por Richard Linklater, el director salía a las calles de Austin, en Texas, para crear una película que era tanto ficción como documental para realizar una radiografía de la gente (personajes) con la que va encontrándose con su cámara. Película que recogía algunos elementos del cine independiente americano de los ochenta y anticipaba algunos de los noventa, con Slacker creaba una mirada social amplia a partir de diferentes personajes y comenzaba a trabajar ya con ideas como el tiempo cinematográfico, uno de las bases de gran parte de su cine. Pero también introducía un componente ‘popular’ que ha presidido toda su carrera, algo que suele, en muchas ocasiones, taparse tras un intento de intelectualizar sus propuestas, como si aceptar el interés de Linklater por realizar un cine sobre personas, humano, y en ocasiones recurriendo a registros de género y, sobre todo, su búsqueda de entretener mediante la narración cinematográfica para conseguir bajo la acción y los personajes introducir diferentes formas de discurso –de muy diferente cariz, como por ejemplo la reflexión constante sobre el cine norteamericano-, no pudiese ser aceptado, buscando ‘necesariamente’ una carga teórica. De hecho, el diálogo de las tres películas que nos ocupan con el cine que evocan o que representan es gran parte de la base de su discurso.

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Dos años después, en 1993, se alejaba de su presente con Movida del 76 (Dazed and Confused) para realizar una película desarrollada durante poco más de un día, el que cierra el curso escolar. Novatadas, decisiones a tomar, dar vueltas con el coche, beber, fiestas… los jóvenes celebran con desenfreno el fin del curso y el comienzo del verano. En Todos queremos algo, el cineasta realiza una continuación de aquella pero sin seguir absolutamente nada que pueda crear la sensación de una segunda parte al pie de la letra. No se repiten personajes, por ejemplo, y, sobre todo, se establece un cierto salto temporal de unos pocos años. En ambas, Linklater construye sendos relatos que comienzan a retazos, de manera fragmentada, para ir poco a poco introduciendo una cierta densidad discursiva bajo la acción, nunca de manera enfatizada ni mucho menos aburrida, dejando que el desarrollo narrativo sea el que vaya mostrando aquello que bajo la aparente superficialidad de los actos de los personajes surjan algunas cuestiones relevantes. De hecho, si Movida del 76, aunque contextualizada a mediados de los setenta, venía a mostrar una década que, como una de las jóvenes expresa en la película, ‘apestaba’ frente a las dos anteriores. En Todos queremos algo, en cambio, la década ha llegado a su fin, ha quedado atrás, y comienzan los ochenta, que no mejorará en absoluto la anterior: será su respuesta conservadora a diez años de crisis, de post-Vietnam, de revolución fracasada, de Watergate. Una década sombría para los norteamericanos que encontrarán en los ochenta a los neo-con, el nuevo conservadurismo en cierto modo causa y respuesta de la desorientación anterior. Y hacia ella se encaminan los personajes de Todos queremos algo.

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Tres años después de Movida del 76, y tras realizar Antes del amanecer, primera entrega de la trilogía de Linklater, el director adaptaba la obra teatral de Eric Bogosian SubUrbia. Si bien la película se ajusta demasiado a la construcción de la obra, en sus pocos escenarios y en su constante diálogo, el director conseguía con la puesta en escena dotar de un sentido cinematográfico, sobre todo con esas imágenes de la ciudad, creando un contexto frío, desalmado, en el que los jóvenes protagonistas se mueven durante una noche –de nuevo un contexto de tiempo acotado- enfrentándose tanto al presente como al futuro. Imágenes urbanas que rebelan no solo el contexto en el que se desarrolla la acción, también una época. Si en Movida del 76 se cierra la década de los setenta, Todos queremos algo abre hacia los ochenta, en SubUrbia, los noventa aparecen como una época de nihilismo, de desorientación, de violencia contenida. La complejidad de los personajes surge bajo su constante verborrea, en sus actos estúpidos, en un onanismo que apenas depara algo, mostrando una confusión ideológica de la generación de la MTV.  Si en gran parte del cine de Linklater surge la dialéctica entre el grupo y el individuo, en SubUrbia el grupo queda marcado por el carácter de cada uno, pero no existe como tal. No existe el hermanamiento, aunque sea ficticio, de las otras dos películas. Aquí los personajes se mueven por sus intereses, apenas importan los demás. La visión es más desoladora, el desenfreno vitalista aquí es nulo. No hay vida en sus actos, tan solo el dejar pasar el tiempo.

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Entre medias de Movida del 76  y SubUrbia, se encuentra, en realidad, Todos queremos algo: en ella Linklater va creando poco a poco la construcción de un grupo de jóvenes cuya única finalidad los tres días previos al comienzo de la universidad, es salir, beber, follar. El relato poco a poco va mostrando a un grupo que compite constantemente entre ellos, en todas y cada una de las facetas de la vida. Los intereses personales se imponen al grupo. Pero todos ellos parecen perseguir constantemente el asentar su masculinidad frente a los demás. Linklater muestra la festividad de la vida, el ínterin entre una edad y otra, cuando todavía la irresponsabilidad está permitida. Hay un juego de máscaras en toda la película que queda plasmado abiertamente en la última fiesta de la película, la de las artes escénicas; como antes, durante un concierto punk, algunos de los protagonistas descubren que son ya viejos, que otra era ha llegado.

 

Si Boyhood terminaba con el protagonista a las puertas de la universidad, en Todos queremos algo también lo hace, pero en este caso, además, sumiéndose en el sueño durante la primera clase. Por agotamiento de los tres días, pero en verdad como si la realidad, lo tangible, la vida, hubiera desaparecido. A partir de entonces, el tránsito hacia una realidad que no tendrá demasiado que ver con esas juergas y esa sensación de libertad.