En tiempos del franquismo, cuando entre las exiguas minorías que se movilizaban contra aquella dictadura fascista proliferaban los grupos izquierdistas más radicalizados y extremistas, nunca pude llegar a entender que algunos de aquellos grupúsculos defendieran el lema de “cuanto peor, mejor”. De alguna manera era una nueva versión de las desventuras padecidas por las izquierdas españoles antes y sobre todo durante la incivil guerra civil, con el catastrófico resultado final por todos conocido.

Algunos de quienes entonces sostenían aquella tesis supuestamente revolucionaria y que la propugnaban como única forma de derrocar al franquismo al poner en evidencia las debilidades y contradicciones internas de aquel régimen dictatorial, tardaron años en constatar que estaban equivocados. Tardaron en comprobar que solo a través del reformismo se podía romper de una vez por todas con aquel siniestro y funesto sistema político que, con la fuerza de las armas y después de su victoria militar, impuso en España entera un oscurantista régimen opresor.

También bajo la tesis del “cuanto peor, mejor” se movieron algunos movimientos de la izquierda más extremista, en especial en algunos países de la América Latina. En muchos casos aquello acabó generando dictaduras militares de tinte fascista, que al igual que con el franquismo causaron miles de muertos, desaparecidos, torturados y encarcelados y que únicamente han acabado desembocando en democracias a través del reformismo democrático. En no pocos casos con triunfos de gobiernos progresistas y de izquierdas.

Con el recuerdo de todo lo expuesto, está claro que sigo sin poder comprender a los actuales defensores del “cuanto peor, mejor”. Se me hace muy difícil de entender que en la actualidad existan todavía dirigentes y partidos de izquierdas que asuman esta absurda tesis, de resultados tan funestos y reiterados como recientes.  

No es una cuestión de edad. Siempre he pensado así. Del mismo modo que pienso que detrás de cada ensoñación utópica suele esconderse un futuro de terror –desde el de todas las dictaduras, ya sean la nazi, las comunistas, las fascistas o las nacionalistas, pasando por todas las religiones, con el ejemplo del yihadismo, tan actual-, soy consciente de que solo desde el reformismo se producen avances duraderos y sólidos en beneficio del conjunto de la sociedad. Siempre me ha parecido más útil avanzar que soñar con asaltar los cielos.

Todo esto viene a cuento porque, si nadie lo remedia –y mucho me temo que nadie lo remediará-, en España se va a imponer de nuevo el “cuanto peor, mejor”. Si ahora acaba en fracaso la cada vez más difícil investidura del socialista Pedro Sánchez como presidente de un gobierno de cambio y progreso, con una base lo más amplia, plural y transversal que sea posible, será poco menos que imposible que Mariano Rajoy no sea el sucesor de Mariano Rajoy, que el actual gobierno del PP no le suceda otro gobierno del PP.

Además de un triunfo inequívoco del tancredismo practicado durante estos últimos meses por el actual presidente del gobierno en funciones, sería una nueva y muy lamentable victoria del “cuanto peor, mejor”. Y, una vez más, yo me preguntaré: “¿‘Mejor’ para quién?”.