Cuando la noticia diaria mana de ese pudridero en que se ha convertido la España de la crisis y la desigualdad, sorprende positivamente el camino emprendido por el nuevo rey Felipe VI. De manera discreta, sin desplazar siquiera del plano mediático a ese concejal corrupto que se aferra al cargo, va dando lecciones sencillas y claras sobre cómo debe de ser el comportamiento del responsable público del nuevo tiempo. Sobre la base de la discreción -acreditada como práctica común en la Casa de su padre el rey Juan Carlos- comienza su reinado haciendo suyos dos de los valores más reclamados del momento político: austeridad y transparencia. En su discurso de proclamación como rey se autoimpuso la obligación de ir hacia una renovación de la Corona para hacerla “íntegra, honesta y transparente”.

Y no pierde el tiempo. Se desmarcó con rapidez de anteriores prácticas haciendo suya la legislación de transparencia (que le queda estrecha porque es raquítica), situó a su hermana Cristina, imputada, frente a su responsabilidad de renunciar a sus derechos dinásticos y ahora da a conocer un Código Regulador, de obligado cumplimiento para los miembros de su Casa y del personal que trabaja para la jefatura del Estado, sobre cómo proceder ante el regalo y las dádivas, los favores y otros halagos con que pudieran ser obsequiados y, acaso, tentados. Todo deberá conocerse, los favores que se rechazan y los que son aceptados, y donde van a parar estos últimos.

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