Entre los días 27 y 30 del pasado mes de noviembre se celebró en la ciudad marroquí de Marrakech el Segundo Foro Mundial de los Derechos Humanos. Durante esas cuatro jornadas se sucedieron actos, conferencias y exposiciones que involucraron a toda la localidad. Personal de Naciones Unidas, políticos de todo el mundo, referentes mundiales de los Derechos Humanos, representantes de las ONG y otros activistas se dieron cita para conocer, aprender y por supuesto denunciar la situación en la que viven los hombres y mujeres del Reino de Marruecos y de toda la región. El foro tuvo, como era de esperar, un carácter árabe propio y una serie de elementos trasversales que se repitieron en cada conferencia.

Para muchos,  Marruecos deja bastante que desear en cuanto a la defensa y protección de los derechos humanos. Hoy por hoy, se ve y se conoce como un país infractor de los derechos más básicos de una enorme parte de su población. Entre las vulneraciones que se suelen destacar encabezan la lista la situación de pueblo saharaui la discriminación de los bereberes, el trato desigual que reciben las mujeres y las torturas y tratos inhumanos que sufren muchos ciudadanos, especialmente los que se encuentran en prisión. Ante este aluvión de críticas, la pregunta resultaba obvia: ¿era Marruecos el lugar apropiado para celebrar el II Foro Mundial de Derechos Humanos? Esta cuestión se la plantearon muchos dentro y fuera del país. Cada ponente revisó su agenda una y otra vez antes de confirmar su participación pensando si era o no lo correcto. Lo mismo ocurrió con las organizaciones presentes y no presentes antes de enviar a un representante.

 

Al final se formaron dos grupos: los que se lanzaron a boicotear el evento promoviendo la abstención y los que decidieron acercarse para intercambiar opiniones y escuchar qué tenían que ofrecer las autoridades marroquíes. Las dos posturas eran legítimas y poderosas. Aquellos que se decantaron por la primera se negaban aplaudir el aparente lavado de cara que el gobierno de Marruecos buscaba frente a toda la comunidad internacional. No estaban por la labor de reconocer como interlocutor legítimo a aquel que precisamente comete tales  crímenes contra la población civil. Otros, sin embargo, optaron por estar presentes, denunciar sobre el terreno esos mismos abusos y tomar nota de la libertad para manifestarse y protestar de las asociaciones asistentes.

En la ceremonia de apertura el Ministro de Justicia del Reino de Marruecos leyó una carta de Mohammed VI y anunció las medidas a tomar por parte del Gobierno para mejorar su posición en el ranking de respeto a los Derechos Humanos. En su mensaje se revelaron tres grandes iniciativas: la ratificación del Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura, el compromiso de remover las desigualdades legales entre hombres y mujeres y la voluntad de revisar la abolición absoluta de la pena de muerte.

La sala llena con cientos y cientos de trabajadores de ONG locales y extranjeras rompió en aplausos al oír este mensaje. El mismo espíritu se destilaba de las intervenciones de otros miembros del gobierno en las múltiples ponencias de los días siguientes: "Marruecos no es ningún ejemplo a seguir, pero estamos trabajando para mejorar". Todo este contexto invitaba a dejar una puerta abierta a una verdadera voluntad por cambiar: manifestaciones dentro y fuera del complejo del congreso, extensos turnos de palabra para denunciar libremente la situación de los saharauis, bereberes y mujeres en cada conferencia y una extensa presencia de miembros de la sociedad civil que intercambiaba opiniones y estrechaban lazos.

Las esperanzas que pudieran nacer en cada uno de los espectadores del foro no procedían de las bonitas palabras de los conferenciantes. No. Más bien eran resultado de la contagiosa ilusión de los propios marroquíes que denunciaban la discriminación, el racismo y las torturas para luego aplaudir las promesas de cambios. Ahora bien, toda esa esperanza no debería ser ni ciega, ni infundada, ni ilusa. Marruecos sigue desconociendo los derechos de las comunidades más vulnerables y los avances y mejoras no vienen regalados en una gran conferencia mundial.

La apuesta del monarca es arriesgada para el mismo y su Gobierno. Ahora las ONG  de todo el mundo tienen su mirada puesta más que nunca en ellos, vuelven a casa con expectativas, pero sin reconocimientos. Los verdaderos aplausos no vienen seguidos de un ornamentado discurso. La ovación sincera llegará cuando Marruecos cese las acciones  sistemáticas contra los derechos humanos, persigan las violaciones de los derechos, como el de autodeterminación del Sahara Occidental y detenga la persecución de los saharauis disidentes; cuando los bereberes sean tratados con dignidad; cuando la mujer deje de ser un complemento del hombre y se entable una relación de igual a igual, y, finalmente, cuando los tratos inhumanos desde la tortura hasta la pena de muerte sean totalmente abolidos en la ley y en la calle.

Cuando ese día llegue los que decidieron ir o ausentarse en el Foro Mundial de Derechos Humanos podrán mirar atrás y considerarlo un éxito. Mientras tanto, no será más que un decálogo de bellas propuestas que pretenden mejorar la imagen de un país y que si no se materializan devendrá en frustración y rechazo internacional.

Manuel Miguel Vergara es director Legal de la Fundación Internacional Baltasar Garzón. (FIBGAR)