Se ha recordado estos días la célebre constatación de Nelson Mandela según la cual nadie puede odiar por nacimiento: “El odio se aprende”, dejó dicho y escrito (sus “Memorias” son un monumento de inagotables enseñanzas) y él, que protagonizó la inmortal misión de asegurar la libertad de su patria, Sudáfrica, y liquidar el régimen de segregación racial, lo hizo al modo de un gran dirigente político pero también desde un irreprochable planteamiento moral.

De hecho, Mandela, nacido en el clan aristocrático de los Madiba en 1919 en el seno de la familia real de la región del Transkei, siempre intentó agotar las fórmulas disponibles desde la legalidad.

Tal vez por su formación de abogado, que ejerció durante años con éxito en la defensa de militantes de la oposición anti-colonial, nunca desechó la posibilidad de ayudar a la causa desde su propia legalidad: la del inicuo y extravagante régimen creado por los boers (holandeses) y el colonialismo británico en una coalición  que hizo poco menos que ininteligible el país, una Sudáfrica que era un país de países y bien distinto según la región donde se vivía.

Reformista… y realista
“Madiba”, como fue conocido en seguida y como es aún llamado por los ciudadanos que lloran su muerte en Sudáfrica, aprovechó este caos administrativo y los distintos estados de ánimo que suscitaba entre las autoridades, incluidas las judiciales. Pero en varios procesos y en varias ubicaciones geográficas distintas se le siguieron procesos políticos que le valdrían nada menos que 27 años de cárcel.

Desde fuera, pero también como pudo desde dentro, Mandela comprendió pronto que era profundamente reformista y eso tal vez le llevó a lo que sus adversarios del mundo anti-soviético aprovecharían más tarde: una acusación de “rojo” que de ninguna manera correspondía a su ideología ni a su trabajo como militante.

Otra cosa es que el mundo occidental, con una miopía que hoy parece inexcusable, fue – en nombre del cierre de filas anti-soviético  en la “guerra fría” – innoblemente tibio con el combate nacional en Sudáfrica mientras Moscú lo apoyaba.

Mandela tenía ciertas preferencias intelectuales y políticas, pero comprendió llegado el momento que no podía ni debía prescindir de los comunistas locales ni siquiera,  pese a sus grandes esfuerzos, podía condenar sin más el recurso a la lucha armada a la que algunos militantes se entregaron en su momento.

El Congreso Nacional Africano
De hecho, Mandela se encontró con la herramienta política y social para su gran combate: el Congreso Nacional Africano, fundado en 1912 y mezcla a partes iguales de nacionalistas clásicos, sindicalistas y comunistas. Los tres brazos tenían algo esencial en común: el fin del colonialismo racista y el inherente cambio de régimen.

Mandela se unió al ANC con solo 19 años pero su esfuerzo y el de sus amigos cercanos consiguió, incluso antes de que él fuera su líder,  convertir a la organización en un factor indispensable que a mediados de los años cincuenta, ya con un cuarto de millón de afiliados, era una alternativa creíble y, sobre todo, una fuerza insoslayable. Eso explicó, en cierto modo, el esfuerzo del régimen blanco por neutralizar a Mandela, ya descrito en los informes policiales como el hombre clave y de creciente popularidad, por su carisma personal y sus éxitos como abogado en los grandes procesos políticos de la época.

La neutralización incluyó condenas sucesivas que le hicieron pasar un tercio de su vida en prisiones diversas, con la condena más larga y en la que pudo redactar sus “Memorias”, en la de Robben Island. Cuando fue liberado de confinamientos sucesivos en 1990, Mandela era un héroe nacional y un icono internacional de la libertad y la lucha anticolonial. En 1994 fue elegido presidente de la República y dejó el gobierno en 1999 para pasar a un discreto segundo plano.

La canonización laica de Mandela
Un combate tan heroico por la justicia asociado a la lucha contra la segregación racial le habían hecho por entonces una figura mundial: en 1993 recibió el premio Nobel de la Paz (junto a su adversario, y socio al final, en la última fase del régimen blanco, Frederik W. de Klerk, un hombre realista y sagaz) y todas distinciones políticas y académicas imaginables.

Su figura, gigantesca, tan asociada a una especie de pedagogía política y social mezclada con el combate político, creció aún con su decisión de retirarse de la vida política nacional y abstenerse ejemplarmente de influir sobre sus sucesores, todos del ANC. Se convirtió en el “Madiba” discreto y reverenciado que ha sabido ser hasta su muerte.

Discreto, inteligente, realista, estratega de envergadura histórica, pero táctico solvente, Nelson Mandela ha sido sin duda una figura mundialmente respetada y en el siglo XX su ejemplo, su temple y su obra tal vez solo pueden ser comparadas con las del “Mahatma” Ghandi. Sacralizado en vida, entregada con un fuerte criterio moral pero servido con una fina inteligencia política, Nelson Mandela muere en olor de multitudes, el mundo se viste de luto y su país enmudece en el homenaje que pocos han merecido tanto como él.

Elena Martí es periodista y analista política