A lo largo de la historia constitucional española una de las cuestiones políticas que ha estado siempre presente, y a la que casi nunca se ha conseguido dar una solución, ha sido la conformación de un modelo de Estado laico. Las dificultades aparecieron desde el primer momento, en las Cortes de Cádiz, pues cuando llevaban apenas dos meses reunidas y aprobaron uno de sus primeros decretos, el de la Libertad de imprenta, en noviembre de 1810, si bien partían de la consideración de que “la facultad individual de los ciudadanos de publicar sus pensamientos e ideas políticas es, no solo un freno, sino también un medio de ilustrar ala Nación en general, y el único camino para llevar al conocimiento de la verdadera opinión pública”, uno de sus artículos decía que “todos los escritos sobre materias de religión quedan sujetos a la previa censura de los ordinarios eclesiásticos, según lo establecido en el Concilio de Trento”, y en otros se decidía la creación de una Junta de censura, compuesta por nueve miembros, de los cuales tres serían eclesiásticos.

En consecuencia, no es una sorpresa que la Constitución hiciera aquella declaración tan extrema de confesionalidad. Tampoco lo es que junto a la abolición dela Inquisición, en febrero de 1813, por considerarla “incompatible con la Constitución”, en el mismo decreto recogieran que se tomarían medidas “para que se introduzcan en el Reino por las aduanas marítimas y fronterizas libros ni escritos prohibidos, o que sean contrarios a la religión”. No obstante, las autoridades públicas tuvieron a veces suficiente ironía a la hora de tratar determinados asuntos. Por ejemplo, en Cádiz el Jefe político invitó al Cabildo dela Catedral “para acompañar al Ayuntamiento Constitucional en su tránsito al Salón de Cortes para tributarle las gracias por su última resolución de abolir el Tribunal dela Santa Inquisición”. El Cabildo decidió abstenerse, y la comunicación de la autoridad política fue: “No se ha entendido mi intención y convite. Mi ánimo era convidar individualmente a los Señores del mismo Cabildo que quisieran concurrir… pero la función se ha verificado; y, si he de decir la verdad, sin que yo hubiese observado su falta, porque el concurso era tal, que yo no he podido distinguir ni quien estaba ni quien no”.

La respuesta eclesiástica fue que “persuadidos nosotros desde entonces de lo innecesarias que debían ser nuestras personas, procuramos excusarnos con razones que no fueron trascendentales, para evitar que nuestro ejemplo coartase de algún modo la libertad de los demás; y la respuesta que nos dio V.E, justifica plenamente nuestra conducta en la explicación que hace de su intención y ánimo”, y al final solicitaban que “pueden excusarnos para lo sucesivo en actos semejantes”.

Podemos suponer que aquellas autoridades gaditanas tendrían problemas cuando en 1814 Fernando VII restableció la monarquía absoluta y con ella derogó la obra legislativa de las Cortes. A partir de entonces, son muchos los ejemplos de intolerancia religiosa que podríamos citar en nuestro país, pero sin duda lo que parece más lamentable es que todavía hoy, transcurridos doscientos años de aquellas Cortes (al parecer tampoco son nada, como los veinte de Gardel), aún haya quien se vea sometido a un posible juicio por una presunto “escarnio” a los sentimientos religiosos, como ha ocurrido recientemente con Javier Krahe, porque con independencia de que se haya dictado su absolución, lo grave es que un tribunal, dado el contenido del Código penal vigente, pueda juzgar en España por ese tipo de delitos a la altura del siglo XXI.