Los sondeos no atinaron – por muy poco, pero no atinaron – y por un par de puntos en números redondos, el militar (teniente coronel retirado) Ollanta Humala, sospechoso de nacionalismo, populismo e indigenismo, los tres pecados capitales vistos desde la Costa peruana, blanca y liberal-conservadora, ha ganado la elección presidencial.

Cinco años de esfuerzo
En puridad no es una sorpresa y tiene su mérito. Se había olvidado ya que Humala perdió por solo cinco puntos frente a Alan García y que su partido, “Unión por el Perú” obtuvo además la mejor representación parlamentaria, 45 escaños en una cámara de 120.

La alarma ya sonó entonces, duró toda la legislatura y se amplió, a través de una campaña implacable de la mayoría de los medios y de los líderes de opinión (en cabeza Mario Vargas Llosa, quien apostaba por Alejandro Toledo, el gran derrotado en la primera vuelta). La satanización del aspirante se extendió cinco años, pero finalmente no ha servido.

La vuelta del fujimorismo
La sorpresa llegó en abril pasado cuando en primera vuelta resultó segunda más votada Keiko Fujimori, hija del antiguo mandatario Alberto Fujimori, diez años en el poder a través de vías legales y otras excepcionales, el hombre que acabó al mismo tiempo con la hiperinflación y con la guerrilla del “Sendero Luminoso”, en ambos casos por procedimientos extraordinarios.

Se convirtió en una especie de dictador civil y debió finalmente exiliarse antes de volver por su cuenta y riesgo y sabiendo que sería procesado y condenado por sus ilegales excesos en la represión. Desde la cárcel, donde purga una pena de 25 años, inspiró la campaña de su hija, que entretanto había conseguido ser elegida para el Congreso con un respaldo impresionante en 2006.

La reacción de Ollanta
Ese fue el momento, la elección de abril de 2006, de confirmación de su plan de hacerse con el “fujimorismo” mediante un pacto con la derecha económica: ambos percibieron a Ollanta como el enemigo a batir y lo intentaron por todos los medios imaginables, principalmente el de presentarle como una amenaza para la democracia, un populista incompetente y, sobre todas las cosas, “un amigo de Chávez”.

Fujimori no dudó en repetir que, si ganaba Ollanta, “en Perú mandaría Chávez”. Pero el militar había aprendido a su vez y también se dejó aconsejar y reaccionó hábilmente. Lula le envió asesores de imagen, desde Caracas o Quito cesaron los arrebatos de solidaridad y la campaña se centró en un mensaje sencillo: el crecimiento económico es una bendición y deberá proseguir, pero exige una redistribución socialmente equitativa.

Aterrizaje suave
La “Costa” blanca, acomodada y educada ignoró ampliamente el mensaje, pero los otros dos Perús, la Sierra y la Selva, se movilizaron y, tras pensárselo mucho y en bastantes casos solo tras obtener el aval de los jefes locales tradicionales, apoyaron a Ollanta, pese a que Keiko hizo promesas de “salario social” para viejos y entrega gratuita de alimentos en la estela de aquel fujimorismo, a mitad de camino entre la caridad y la demagogia que le dio buenos resultados.

Ollanta hizo algo más. Se propuso un aterrizaje suave y accedió a hacer eso que llaman los tecnócratas “mandar un mensaje a los mercados”. Lo hizo en varios registros el principal de los cuales es tal vez el de sugerir la posibilidad de nombrar a la acreditada y segura Beatriz Merino como primera ministra.

La venganza de Vargas Llosa
En un registro paralelo y más propiamente político, la elección ha sido al mismo tiempo un referéndum oficioso sobre el fujimorismo, descrito por sus adversarios como moralmente inaceptable y sinónimo de corrupción y vulneración constante del estado de derecho. Mario Vargas Llosa, quien apostó a fondo por Alejandro Toledo en la primera vuelta, no dudó, pese a sus escasas simpatías por el programa y la personalidad de Ollanta, en pedir el voto para él.

La famosa polarización social y política confirmada por los apretados resultados finales y que inquieta a algunos observadores, debería desaparecer con rapidez si, como se da por seguro, Ollanta se muestra inclusivo, realista y paulatino. Eso se da por hecho: ha aprendido deprisa…

Elena Martí es periodista y analista política