Ejemplos no faltan. Artur Mas vota en privado por la independencia de Cataluña mientras que la rechaza –porque ahora no se ganaría un referéndum, dice- en el Parlament. De paso, agita la pitada contra el himno de España en la final de Copa del Rey mientras se desvive en parabienes con el monarca en el mismo acto y los repite tres días después en la final del Trofeo Conde de Godó con la Infanta. Ni más ni menos, el nacionalismo catalán convierte un partido de fútbol Barça-Madrid en una especie de Cataluña-España que acaba en derrota de los culés para entusiasmo de algunos merengues que se arrogan la representación de España convertidos en gregarios de ese nacionalismo español en el que el diferente es un ser poco menos que despreciable.

El PP, por su parte, ve con temor como las encuestas están de rebajas. Su ventaja se achica por días después del anuncio de la renuncia del presidente Zapatero a volver a presentarse. La receta para recuperar terreno para los populares no es más política. Al contrario, es más basura. Vuelve la vieja insinuación del pacto secreto de socialistas e izquierda atberzale. Incluso, Rajoy se presta a mentir en público afirmando que el PP jamás ha negociado con ETA para justificar la amistad de los socialistas con los terroristas. Parece que la justicia sobre este tema no tiene nada que decir. Si hay listas de Bildu será por la connivencia de los socialistas y los etarras.

Eso sí, si queremos investigar que pasó durante la negociación podemos leer hasta la saciedad las diferentes entregas del caso Faisán, el único caso abierto por un juez en un país occidental sobre las negociaciones de un gobierno –amparado por el Congreso de los Diputados- con una banda terrorista. Ni Francia, ni la Gran Bretaña, ni Italia, ni Alemania se plantearon nunca nada igual. En eso, también España es diferente.

Como guinda del pastel del ridículo político renace de sus cenizas otra leyenda urbana que busca el autor intelectual de los atentados del 11-M. La teoría de la conspiración lo tiene identificado: el socialismo. El mismo que ganó las elecciones gracias a los muertos. Esto no lo digo yo, lo dijo hace unos días el mismísimo Javier Arenas. Lo dijo sin pudor. Todo el mundo tiene claro que el 11-M fue un latigazo del extremismo islamista. Todo el mundo menos los que quieren hacernos ver que hay algo más detrás de estos horrendos atentados. Algo más que huele a socialista, claro está.

La cercanía electoral es todo un arsenal de sutilezas de medio pelo. García Albiol, el líder de los populares de Badalona, se convierte en el referente popular en esa especie de caza de brujas del inmigrante que, por el hecho de serlo, vive en la abundancia en detrimento de los autóctonos. La culpa, según García Albiol, que ya vuelve a estar empadronado en Badalona aunque no consta que no siga viviendo en las cercanías del Camp Nou, es de los socialistas que han permitido que los inmigrantes no paguen impuestos, se lleven todas las prestaciones sociales y les quiten el trabajo a los ciudadanos de toda la vida.

Con este nivel de debate político a alguien le puede extrañar que una biblioteca como la de Vilareal no tenga libros pero sí de cobijo a la Copa del Mundo o que el aeropuerto de Castellón no tenga aviones pero sí espacios para comer la típica Mona de Pascua. O a alguien le puede extrañar que Aznar se nos muestre amigo de Gadafi o que Camps siga reclamándose víctima de un affaire que no se queda en tres trajes sino que oculta algo más.

Si Tarradellas levantara la cabeza vería que sus advertencias han caído en saco roto. La política española es sobre todo un vergel en el que los extremos se encuentran como pez en el agua, las salidas de tono y la ceremonia de la confusión campan a sus anchas. Es el monumento al ridículo.

Toni Bolaño es periodista y analista político