Una de las primeras cosas que aprende un corresponsal o enviado especial al Reino Unido para cubrir un atentado es que debe ser paciente. Las fuentes más solventes, léase Scotland Yard, se cierran a cal y canto incluso para los periodistas locales y los políticos se remiten al prestigioso cuerpo policial para no contar nada, si es que llegan a enterarse de algo a través de las famosas filtraciones que aquí fluyen tan fácilmente y allí escasean.

Los tabloides se dedican por entero a contar la vida de las víctimas y el periodista riguroso se tiene que aguantar y seguirles los pasos.

La gestión informativa de los atentados de Barcelona ha sido el modelo de todo lo contrario. El problema es siempre el mismo: la sociedad demanda información inmediata a raudales y hay quién está dispuesto a saciar esa sed de cualquier manera. Ello fuerza a comentaristas, analistas y tertulianos a especular con datos poco contrastados, suponer situaciones que no se han producido e incluso a sacar conclusiones y defenderlas vehementemente. Sin demasiado pudor.

Un profesor universitario, experto en terrorismo desde hace muchos años y formado inicialmente en la larga e intrincada guerra de los británicos contra el IRA, se arriesgó a quedar como un profano cuando se limitó a pedir a los invitados de un programa especial sobre los atentados que esperarán nuevos datos antes de apoyar las tesis iniciales del portavoz de los Mossos de Escuadra de que podría tratarse de una célula islamista organizada en lugar del ataque aislado de un “lobo solitario”. Ese profesor, guía y confidente de este periodista en los años del conflicto norirlandés en Belfast, me comentó después que tenía muchas más cosas que contar, pero que al ser una llamada telefónica apenas tuvo tiempo de explicarse bien.

La labor de los Mossos fue muy eficaz, si, pero el hecho de abatir a los cinco supuestos terroristas que acababan de saltarse un control en Cambrils dejó a los investigadores sin una buena fuente de información. Alguno de ellos, como han demostrado después las diligencias judiciales, podrían incluso no tener nada que ver con los atentados más allá de ser amigos o familiares de los verdaderos culpables.

El proceso soberanista entra en escena y la lía todavía más

 

Cinco días después de los atentados cayó fulminada la colaboración entre las distintas fuerzas y cuerpos de seguridad tan aplaudida inicialmente. La Asociación Unificada de los Guardias Civiles y el Sindicato Unificado de Policía acusaron a los Mossos de “exclusión dolosa” y “aislamiento” durante la investigación y gestión de los ataques. Culparon de ello a la debilidad de las instituciones españolas, que permitieron  que la estructura y la experiencia de ambos cuerpos quedara marginada y, con ello, posibilitaron que los políticos catalanes transmitieran al exterior la imagen de un estado catalán autosuficiente en materia de seguridad.

Una “autosuficiencia” que también ha quedado cuestionada tras la dudosa gestión de la explosión de la casa de Alcanar y por no haber hecho un seguimiento exhaustivo de las andanzas del imán de Ripoll después de haber sido advertido un alto mando de los Mossos por un colega de la policía belga.

Políticos y “sociedad civil”, a codazos
Primero fue la muy independentista CUP: “Si el Rey va a la manifestación nosotros no acudiremos”. Todo un desaire a la sociedad catalana, absolutamente unida en su rechazo y condena de los atentados, a poco más de un mes del 1 de octubre. Enseguida se encontró una solución: se admiten monarcas y políticos, pero van a tener que ir por detrás de quiénes actuaron primero, desde los servicios de emergencia hasta los taxistas que ofrecían carreras gratis o simples vecinos que dieron cobijo a los asustados viandantes que no pudieron volver a sus casas o alojamientos.

Es, sin duda, lo más encomiable de lo ocurrido, y merecen ese reconocimiento, pero los recelos y la separación de unos y otros no ha hecho más que ahondar la enorme brecha que separa a los políticos de la gente de a pie.

Otros datos vergonzantes son el rechazo inicial de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes,  a acudir a la manifestación por no haber sido invitada oficialmente, o las diferentes posiciones de Podemos, que por un lado dijeron desde Madrid que “son días para que el Jefe del Estado se implique”, mientras su confluencia catalana se aproximaba a la posición inicial de la CUP.

Tampoco han estado mal la guerra de los bolardos o las vergonzosas acusaciones de los ultramontanos a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. Quienes intentan mojar en tan ensangrentada salsa deberían pensárselo dos veces. Alimentar el odio de manera oportunista y activar las redes sociales contra la comunidad musumana no es propio de políticos con cargo ni de religiosos con derecho a púlpito.

Las manifestaciones destinadas a pasar a la historia son difíciles de organizar, por supuesto, pero tanto en la gestión de esta necesaria condena colectiva como en la respuesta policial y política lo que se echa de menos es un poco más de prudencia y humildad. Rajoy ha querido rebajar la tensión con la Generalitat, pero no puede ocultar que lo que se ha desplegado tras los atentados de Cataluña ha sido un exceso de protagonismo impropio de quiénes deben pensar primero en la seguridad ciudadana y en la necesidad de que no vuelvan a repetirse actos de este tipo.