Así empiezan las peleas: que si “no me levantes la voz”,  que si “mira que te doy”…. Y casi sin darse cuenta, a los adversarios se les llena la cabeza de sangre y se lían a puñetazos. El intercambio de amenazas suele acabar como el famoso “Duelo a garrotazos” de Goya.

Aunque no le resta peligro, en la versión internacional a la que estamos asistiendo entre Estados Unidos y Corea del Norte hay algo que salva a Trump, y es que  fue el norcoreano el que empezó. La respuesta de Kim Jong Un a las sanciones económicas que acababa de imponerle el Consejo de Seguridad de la ONU la semana pasada fue la advertencia de que tomaría “medidas estratégicas despiadadas, incluidas acciones físicas”.

A un presidente norteamericano en plenas vacaciones se le podría presumir un poco de sosiego y prudencia en la  respuesta, pero agarrado todo el día como está al palo de golf no es de extrañar que en lugar de pensar con la cabeza lo hiciera con el garrote. El resultado fue todo un calentón: afirmó que lanzaría “un fuego y una furia nunca vistos” contra Corea del Norte.

La agarrada siguió con la amenaza norcoreana de lanzar un “fuego envolvente” contra la isla de Guam, controlada por Estados Unidos y en la que tiene sus bombarderos estratégicos para esa zona del Pacífico además de varios miles de soldados.

Y el intercambio de amenazas concluyó, por ahora, con el inquilino de la poderosa Casa Blanca afirmando que quizá “no había sido suficientemente duro” en su incendiaria declaración anterior.

Un lenguaje con marcado color político

En paralelo a la disparatada jerga de los dirigentes, en Estados Unidos se ha desarrollado otra batalla verbal que demuestra quien es quien y que, por un lado, añade más leña al fuego: la verborrea de los partidarios de Trump, tan belicosos o más que el propio Presidente, frente a las llamadas a la contención de la izquierda norteamericana y de muchos analistas.

Empezando por la cúpula gobernante, el secretario de Defensa, Jim Mattis, ha afirmado que Corea de Norte se arriesga al “fin de su régimen y a la destrucción de su pueblo”. Continuando por la “intelectualidad”, Charles Lipson, de la Universidad de Chicago, asegura que la voluntad de Trump de demostrar su disposición al uso de la fuerza es más creíble que la que tuvieron Obama o Bush.

Una experta en política exterior norteamericana, Claudia Rosett, asegura que las sanciones que se han aplicado hasta ahora contra Corea del Norte no han funcionado y tampoco lo harán las últimas aprobadas por duras que sean. Su diagnóstico de la situación es que no queda más remedio que derribar el régimen norcoreano a la fuerza, aunque señala que “preferiblemente” sin fuego y furia. No explica cómo se hace eso, por supuesto, porque es imposible: los analistas de la contención coinciden en que un ataque quirúrgico y  y preventivo contra Corea del Norte podría costar la vida de cientos de miles de personas. Porque aunque es cierto que sus ojivas nucleares no pueden llegar todavía a territorio norteamericano, Corea del Sur y Japón están a tiro de piedra de sus misiles. La inteligencia norteamericana no los tiene todos localizados y, aunque los tuviera, causarían un daño atroz antes de ser destruídos. La paz mundial estaría seriamente amenazada.

La voz sensata en Estados Unidos la ha puesto el secretario de Estado, Rex Tillerson, diciendo que los norteamericanos pueden dormir tranquilos. Presumiblemente confía en un supuesto canal secreto de conversaciones con Corea del Norte. Como diplomático que es, todavía cree que un acuerdo es posible.

Después de unos días de extremismo también en casa tras los disturbios de Charlottesville protagonizados por los supremacistas blancos que le apoyan y agobiado por una fuerte presión popular para que lo haga, Trump ha condenado el racismo venga de donde venga. Si también le convencen de que debe moderar su lenguaje con respecto a Corea del Norte no serán solo los norteamericanos los que podrán dormir tranquilos.