No existen precedentes. El desembarco de Donald Trump en la Casa Blanca ha convertido el G-20 de este año en una reunión especialmente controvertida, polémica y peleona. Hace diez años asistí a un evento similar en Alemania, cerca de Rostock, en la costa báltica. Era un G-8 en el que la anfitriona también era Ángela Merkel y el presidente de Estados Unidos otro hueso duro de roer, George W. Bush. El tema estrella, ya entonces, era cómo frenar el cambio climático. Igual que ahora en Hamburgo, los grupos antisistema dieron la bienvenida a los líderes mundiales con manifestaciones marcadas por la violencia.

¿Qué ha cambiado entonces? Aparte de que el G-20 ha cobrado mayor relevancia en los últimos años, lo importante no es que esté allí Mariano Rajoy como observador, sino la presencia soliviantadora del presidente Trump. Su actitud imprevisible y desafiante ha propiciado que los demás dirigentes acudan a la defensiva y que los militantes callejeros le hayan recibido con un temible “Bienvenido al infierno”.

Nada que ver con aquella cumbre de 2007 también en esto. Los anfitriones alemanes de entonces recluyeron a los líderes en la pequeña localidad de Heiligendamm y establecieron un cordón de seguridad de varios kilómetros a su alrededor imposible de saltar, como pude constatar personalmente.

Reunidos ahora en Hamburgo, será difícil que a los asistentes no les lleguen los ecos de la batalla campal prevista para estos días. Pero la verdadera pelea, la que tendrá consecuencias globales, es la de Trump con el resto del mundo desarrollado que representan los líderes del G-20.