Es complicado establecer en que momento la franquicia de Transformers comenzó a decaer, teniendo en cuenta que desde la primera entrega, en 2007, quedó claro que no tenía mucho que ofrecer más allá del desarrollo de los CGI. Posiblemente, la tercera entrega, Transformers: El lado oscuro de la luna (2011), ya mostró claramente que si en las dos anteriores no había demasiado donde sacar, con una nueva entrega, la franquicia se encontraba claramente hipertrofiada, girando alrededor de sí misma. Con la cuarta, Transformers: La era de la extinción (2014), se produjo un cierto giro, con la introducción de Mark Wahlberg y una aparente intención de desarrollar algo más la trama, aunque el resultado fuese igual de intrascendente. Eso sí, al menos en el plano visual, conseguía recuperar algo de épica cinematográfica y los números en taquilla seguían respondiendo. Pero aun así, la sensación era de nuevo de agotamiento en todos los sentidos, tanto del producto como para el espectador, una vez más expuesto a un metraje de dos horas y media, al que también se acerca Transformers: El último caballero, y al imperturbable intento de crear algo parecido a una historia que, en todas, acaba teniendo unos elementos comunes: la lucha entre los autobots y los decepticons, el peligro de la destrucción total de la Tierra (aunque en cada entrega se ocupan de destrozar un buen pedazo) y la relación entre los Transformers y algún tipo de mitología, ya sea egipcia (en la segunda), norteamericana (la tercera) o, en el caso de la quinta, las leyendas artúricas, en un giro completamente demencial como muestra el largo prólogo de la película. En realidad, toda excusa es más o menos buena para poner en marcha el operativo narrativo.

 Transformers: El último caballero intenta tener bajo su superficie un cierto discurso en relación a la figura del héroe, tanto en lo referente a los humanos como a los Transformers, idea que surge en determinados momentos pero que, tampoco se debía esperar mucho más, apenas acaba teniendo más que su planteamiento, tan sencillo como, en general, infantil. La neurótica búsqueda en los blockbusters de dotar a los personajes de hondura a partir de una brusca perfilación de los mismos, conlleva al final que el arquetipo queda expuesto de forma ridícula, una de las muestras de un cierto tipo de complejo de este tipo de producciones por intentar ser lo que realmente son. Así, la primera hora, aproximadamente, de Transformers: El último caballero se sustenta en absolutamente nada: tras el prólogo artúrico, se sucede una serie de secuencias que van situando al espectador en lo que está por venir después, pero en muchos momentos ni se entiende lo que está pasando ni realmente despierta interés por saberlo.

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Pero cuando la acción se traslada a Inglaterra, y junto a Cade (Wahlberg) se unen Sir Edmund Burton (Anthony Hopkins) y la profesora Vivian Wembley (Laura Haddock), Bay, y sus guionistas, regalan al espectador un pasaje autoparódico que rompe la película y nos rescata del sentir soporífero de todo lo anterior, aunque sea mediante el absurdo y lo bizarro; no importa demasiado lo que cuentan, pero al menos entrega momentos cómicos que, después, irán apareciendo de manera puntual hasta que la película vuelva de nuevo a una seriedad muy impostada –algo que recorre toda la franquicia de principio a fin- que acaba agotando. Máxime durante su largo último acto, en el que la lucha, como sucedía también en anteriores entregas, se presenta como una sucesión de imaginería de CGI que, a pesar de situar al personaje de Cade en un cierto punto intermedio de la lucha, así como a Vivian, última descendiente del mago Merlín, ahí es nada, queda todo fragmentado, como si cada elemento fuese por su cuenta sin importar en modo alguno dar coherencia a las imágenes.

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Transformers: El último caballero vuelve a dar habida cuenta de un tipo de cine cuya desmesura y sentido de la espectacularidad producen imágenes excesivas, acumulativas, sin un sentido más allá de su efímera existencia y que corren por libre con respecto a las tramas urdidas, como decíamos, en ocasiones, las más, como excusas de base para poder situar sobre ellas un carrusel visual que busca, pero apenas consigue, alzarse como imagen absoluta, autónoma con respecto al relato, pero que en su caótica construcción y montaje lo que producen es un sentido de cine hipertrofiado. Quizá sea ese su sentido final, y quizá debamos dejar de acercarnos a este tipo de cine desde una mirada convencional, ahora bien, mientras los responsables intenten continuamente introducir un cierto relato y unas leves reflexiones –como ese nihilismo que aparece en todas las entregas-, no quedará más remedio que seguir viendo películas como Transformers: El último caballero como un amalgama de imágenes y de narraciones que dan forma a un conjunto cinematográfico esquizofrénico que, por mucho que se haya querido introducir un tono autoparódico para rebajar la supuesta densidad de la película, queda la sensación final de agotamiento absoluto. No solo de la franquicia, sino de una idea del blockbuster que no ha evolucionado en varios años.