Verano 1993, ópera prima de Carla Simón, representa a la perfección un tipo de producción, de hacer y de entender el cine, que de un tiempo a esta parte ha proliferado en el cine español y que ha tenido en festivales y en determinados círculos críticos sus mejores esferas de promoción y de defensa. Un cine que intenta conectarse convenientemente con otro que, en una época, surgió como contrapunto de la producción más estandarizada, que se hace pasar por intelectual, por formalmente elaborado, por profundo y con hondura discursiva. Una forma, como otra cualquiera, de crear diferencia y distancia, en muchos casos convenientemente y no siempre por una cuestión de gusto cinematográfico y sí por un posicionamiento que, con suerte, produce réditos. Porque sorprende que películas como Verano 1993 sean aplaudidas de manera tan desmesurada dado que lo que ofrece, en general, es más bien poco.

La película de Simón posee una virtud que, a su vez, acaba siendo uno de sus grandes defectos: su puesta en escena, su concepto visual, da forma a unas imágenes cuyo significado está por encima de su significante, es decir, entrega al espectador absolutamente todo bien envuelto y tal y como es de esperar a tenor de la naturaleza de su producción. Las imágenes de Verano 1993, de principio a fin, aburren tanto por lo que muestran como por cómo lo hacen, dado que está todo ahí, bien armado y mascado para el espectador, buscando una recepción que, en apariencia, no produzca desvío alguno del camino marcado. Es, en cierto modo, una forma ideológica de controlar la recepción de la película tan clara y perniciosa como lo puede ser cualquier producción comercial, con la diferencia de que en el caso de Verano 1993 la película está concebida, resulta evidente en todo momento, para transmitir una sensación de pequeñez, de intimidad cinematográfica, que conduzca en su recepción y proyección hacia la adecuación a esa idea de cine puro, o cine verdadero, exento de tramoya, de espectacularidad, incluso de emoción, al menos en la forma en la que este tipo de cine parece combatir.

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Y sin embargo sí apela a una suerte de emoción soterrada que no tiene en realidad que ver con la forma, con la construcción de las imágenes, ni con el planteamiento narrativo, sino con la adecuación a esa forma de hacer el cine que, entre determinados espectadores, produce la confortable sensación de estar ante ese tipo de película que gusta por lo que representa antes que por lo que es, logrando empatizar de una manera más ideológica y teórica que, en realidad, artística. Porque Verano 1993 no propone a nivel visual nada que no hayamos visto en los últimos años dentro de este tipo de propuestas, cerrada en su propio planteamiento bajo un trabajo visual que cuida los encuadres y los planos desde una frialdad formal en busca de una distancia con la historia y con los personajes, consiguiéndolo ampliamente, aunque opera en sentido contrario a lo deseado.

El acercamiento al sufrimiento de una niña que ha quedado huérfana debido al SIDA, pierde totalmente fuerza por una mirada observacional que sigue esa postura distanciada con respecto a la posible carga emocional de la historia y que viene determinada por una puesta en escena que desea que cada plano y cada momento revele algo trascendental dentro de la intimidad de la propuesta, sin conseguirlo.

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Todo lo anterior, se supone, es lo valioso de la propuesta y del tipo de cine que representa, a pesar de la pobre y fallda recreación de los primeros años noventa en tanto a que queda expuesto desde demasiado pronto que son personajes que actúan de manera actual, descontextualizándose por completo. Como también fallida y de brocha gorda resulta la manera en la que se perfilan estos, adecuados a unos arquetipos a los que Simón no permite que posean entidad propia más allá de lo que representan, con algunos trazos vergonzosos por un calado ideológico que recorre transversalmente la película sin conseguir aportar una mirada con hondura sobre lo propuesto.

En cualquier caso, todo lo anterior es fácilmente rebatible bajo los preceptos críticos, analíticos e ideológicos de quienes quieren hacer pasar Verano 1993 como el cine de verdad, el cine puro que debe realizarse en España. La película Simón es igual de ensimismada que el resto de producciones de su misma naturaleza, anclada en un determinado entendimiento de la puesta en escena cuya artificiosidad se hace patente mostrando sus costuras, en apariencia bien elaboradas en el plano formal, pero que denotan más preocupación por epatar mediante sus imágenes que atención a lo que significan y quieren proyectar.

Verano 1993 ha sido muy aplaudida y posiblemente lo seguirá siendo. Pero la sensación es, como sucede en casi todas estas producciones, que su alcance será nulo. Nos referimos a un alcance de verdad, en el terreno del audiovisual, es decir, significar algo real dentro de la producción cinematográfica, no a los réditos que, en diferentes esferas, produce el aplaudir una película de este tipo. Porque lo que quedará de todo esto, a la larga, será realmente poco.