A partir del manga de Fumiyo Kono, Sunao Katabuchi dirige su tercer largometraje, En este rincón del mundo, cuya historia arranca a comienzos de los años treinta del pasado siglo y llega hasta 1945, con el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima. Suzu Urano es una joven a quien conocemos de niña hasta que, desde Hiroshima, se muda a la ciudad de Kure tras casarse con un joven oficial, Shusaku Hojo. Durante los casi quince años que abarca En este rincón del mundo, aunque el mayor bloque narrativo se concentra en los dos últimos años, Katabuchi se acerca a la joven, cuyo punto de vista modula y, de alguna manera, crea la acción.

A partir de una narración fragmentada, en la que algunos años tan solo presentan un breve momento, el director va creando una cotidianidad a ritmo lento, que no moroso, para mostrar, a través de detalles, de pequeños momentos, a Urano y a su nueva familia. El paso del tiempo se establece a través del transcurso de los años hasta la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial, cuando la presencia de la contienda queda siempre en el horizonte de una bahía con sus buques de guerra y, después, con los bombardeos que sufren Kure, entonces, si de manera más explícita. Pero Katabuchi se centra en el entorno familiar, en la casa, la cual adquiere una presencia protagónica, como ese espacio íntimo violentado por una guerra que, si bien afecta directamente a los miembros masculinos, que deben marchar a ella o trabajar en el puerto, también aflige a las mujeres que quedan y a una vida cotidiana, civil, que ve cómo sus vidas quedan transformadas por el conflicto.

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Si los primeros años pasan rápido, creando esa sucesión fragmentada basada en pinceladas que definen a los personajes, la acción se centra más en los años 1944 y 1945, ahora basada en momentos diarios, casi intrascendentes, pero que a la larga son los que van confeccionando unas vidas, y que tienen una duración totalmente diferente, en ocasiones, instantes rápidos. Asoma la historia particular en un contexto histórico más general y cómo este se introduce en la primera para violentarlo. Katabuchi reduce la crudeza, algo que, por ejemplo, la diferencia de su más directa predecesora, La tumba de las luciérnagas, obra maestra de Isao Takahata, y prefiere no tanto el tono amable, que no lo tiene, como sí uno más melancólico, casi triste, que, sin embargo, deja asomar en todo momento una cierta esperanza incluso en los instantes más sombríos, más duros, tanto durante los bombardeos como tras el lanzamiento de la bomba atómica; momento, por otro lado, realizado con gran maestría, tras una reconciliación entre Urano y su cuñada tras la pérdida de la hija de ésta cuando estaba al cargo de la primera. Un destello alumbra el cielo tras un momento de calma, de sosiego, de gran intimidad.

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Katabuchi, a la par que desarrollar esa intimidad, crea un ritmo y una tensión en aumento según avanzan los meses hacia el holocausto atómico de Hiroshima: a pesar de saberse que sucederá, que nos encaminamos en la historia hacia ese instante, no evita la inquietud en su cercanía. Una tensión interna, bajo la superficie de lo que acontece en pantalla, una sensación que aumenta por el entorno familiar y íntimo de lo que Katabuchi narra: el espectador es conscientes de que serán testigos de una desagracia mientras cocinan, o comen, o simplemente conversan. Es la barbarie que se aproxima. Y cuando sucede, entonces, la película toma otro tono, más contundente, nunca abrupto, como demuestra su más que bello final.

En este rincón del mundo quizá adolezca, tan solo, de un metraje algo largo, aunque no se hace pesado gracias a la modulación en su ritmo. Katabuchi, siguiendo el trabajo de Kono en su manga, de un trazado visual basado en un cuidado casi artesanal de cada imagen, con unas texturas de acuarela que dan como resultado unas imágenes casi oníricas, irreales, a pesar del apego de la historia a los eventos históricos. Así, en esa dialéctica visual y narrativa, la película crece según avanza, porque es en ella donde aparece la revisión del trauma japonés de Hiroshima como una mirada hacia lo cruento del lanzamiento de la bomba y la necesidad de seguir hacia delante, de una unión personal e íntima que, a la larga, parece ser la salida hacia una vida normalizada. El dolor no desaparece, pero la vida emerge, como lo hace en las imágenes de la magnífica En este rincón del mundo