La propia existencia busca la destrucción, afirma el biólogo Hugh Derry (Ryon Bakare), un componente de la tripulación de la Estación espacial Pilgrim, en Life (2017), de Daniel Espinosa. La primera ley natural para cualquier criatura viva es la de la supervivencia. Así ocurre desde la era paleozoica, cuando surgió la vida animal en los mares, con los gasterópodos o cefalópodos. No por nada Lovecraft se inspiraría en estas criaturas para caracterizar a sus Primigenios, las siniestras deidades de los Mitos de Cthulhu. En breve se editará un libro sobre el escritor nacido en Providence, en el cual he colaborado con un texto en el que rastreo su influjo en diversas películas de la Historia del cine. Otro apartado se dedica específicamente a la saga iniciada con Alien (1979), de Ridley Scott, cuya senda narrativa transita esta notable obra, ya que comparte, entre otros aspectos, la condición de variación en el espacio exterior de Diez negritos, de Agatha Christie: el enigma no reside en quién será el asesino, ya que se sabe que es una criatura alienígena intrusa, sino cuál será la próxima víctima entre los seis integrantes de la tripulación. La película entra pronto en materia, con un espectacular plano secuencia que nos ubica en el espacio en el que acontecerá la acción, el interior de la nave especial, y se despliega, sin perder resuello, en una vibrante narración, de modélico dinamismo, centrada en una confrontación que no es sino lucha por la supervivencia. Esa es la sustancia de la gozosa inmersión narrativa. Omitiré detalles sobre el desarrollo argumental de la intriga mencionada, y me centraré en el jugoso aderezo de su substrato, a través de elocuentes detalles que dotan a la película de una mordaz perspectiva (incluida su caustica, o salazmente perversa,  resolución).

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Otro tripulante, el doctor Jordan (Jake Gyllenhaal), el componente de la tripulación que más tiempo seguido lleva en el espacio, alrededor de año y medio, comenta que no echa en falta la vida en la Tierra. No entiende por qué la especie humana se dedica, con tanta insistencia, a infligir daño a sus congéneres. La última película de Aki Kaurismaki, El otro lado de la esperanza (2017), se centra en un inmigrante sirio que ha cruzado múltiples fronteras, entre palizas y rechazos que le imposibilitan el asilo. Jordan fue testigo de cómo poblados de Siria, a los que había atendido como médico, dos semanas después habían sido bombardeados. Está harto de ver gente morir o, de modo más preciso, matada. Por eso, no le importaría vivir en el espacio exterior. Considera que los ocho mil millones de humanos que habitan la Tierra son unos gilipollas. Mientras flota, en esa ingravidez que alienta la ilusión de que se está distante del centro de gravedad que es centrifugadora humana de infligir daño, juega con un yo-yo, y así es la naturaleza, un resorte recurrente, como la roca de Sisifo, destruir, hacer daño, sobrevivir a costa de lo que y quien sea. Los hay, como Jordan, que han intentando contrarrestarla con su dedicación de cura y entrega, hasta que la impotencia, en su caso, le ha superado.

Por su parte, el biólogo Derry confiesa que una de las razones por la que quería participar en la misión es porque se desprendería de su silla de ruedas, ya que puede desplazarse por la nave como si flotara. La aspiración de tantos humanos: superar todos los impedimentos, que también implica superar todos los límites, como descubrir lo inconcebible (poner la primera huella, encontrar vida donde no se sabía si había...ser el primero en algo). Aunque tarde o temprano pueda enfrentarse al reverso siniestro de esa ambición. La Estación espacial intercepta una sonda que contiene una muestra biológica proveniente de Marte. Aunque en su trayectoria ha colisionado con lo que pueden ser trozos de meteorito o quizá algún fragmento de ese excedente de chatarra espacial que abunda ya orbitando alrededor de la Tierra. Esa contaminación espacial que destruía la nave espacial en las secuencias iniciales de Gravity (2013), de Alfonso Cuarón; ahí la chatarra adquiría la condición de reflejo de los lastres emocionales de la protagonista femenina: ese resorte, ante la consciencia de la pérdida, de replegarse en un espacio aparte de la realidad que suministre la ilusión de inmunidad (un útero ilusorio: en cierta secuencia, adoptaba esa posición del bebé en un feto, y también aquí Jordan mientras juega con el yo-yo). En Life se sugiere que ni en el espacio exterior, como pretende Jordan, se está libre de la contaminación de la naturaleza humana.

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Sea cuál sea el origen de la muestra, en principio, cuando se le aplica las condiciones atmosféricas de Marte, no se aprecia manifestación de vida, pero sí cuando se le aplican las condiciones atmosféricas de la Tierra en la Era Paleozoica. Por añadidura, evidencia una insólita y excepcional condición, ya que conjuga todo en uno. músculo, nervio y respuesta fotorreceptora, un organismo que todo él es cerebro, ojo y miembros. El hombre impedido se queda asombrado ante una criatura que parece disponer de un poder inimaginable. Y será a partir de ese instante cuando el reflejo siniestro de la naturaleza humana, o de la naturaleza de la vida en la Tierra desde el principio de los tiempos, se empapa con la condición lovecraftiana, y la narración se propulsa en una vertiginosa trayectoria que, significativamente, encuentra pausa provisional para dejar espacio a las lágrimas conscientes del dolor y la pérdida. Un proyectil narrativo que culmina con el perverso apunte de la visión nihilista confrontada con el resorte de yo-yo de la inclemente naturaleza cruel que define a esta especie tan proclive a mirar desde las alturas de esa arrogancia y displicencia que considera a los congéneres, y a las otras especies, como nutrientes de los que beneficiarse para sobrevivir. O de los que beneficiarse, a secas.