Un hombre, Sterkowtz (Gustave Kervern), acaba en sillas de ruedas tras sufrir un ataque sobre la bicicleta estática, estando durante horas sin conciencia mientras sus piernas siguen pedaleando y pedaleando; en una escapada nocturna conocerá a una enfermera (Valeria Bruni Tedeschi), con quien quedará noche tras noche. Jeanne (Isabelle Huppert), es una actriz en cierta decadencia que se instala en el piso en frente de Charly (Jules Benchetrit), un joven que vive con una madre a la que no ve, y con quien entablará una peculiar amistad. Y, finalmente, John (Michael Pitt) es un astronauta que por un fallo acaba sobre el tejado del mismo edificio en el que viven los anteriores personajes, viéndose obligado a esperar dos días para ser recogido por la NASA, en casa de Hamida (Tassadit Mandi), una mujer de origen argelino cuyo hijo se encuentra en la cárcel.

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A partir de esas tres historias, que avanzan de manera paralela y con el único vector de unión que el desarrollarse en el mismo edificio, el director francés Samuel Benchetrit ha realizado en La comunidad de los corazones rotos una película tan extraña como singular, irregular y descompensada en su conjunto que muestra algunas muy buenas ideas en puesta en escena y de guion aunque, al final, quede una cierta sensación de haber asistido a algo que más que pequeño, parece intrascendente, fácil de olvidar. Hay algo en ella, quizá falta de ambición a la hora de ir más allá del planteamiento, que hace que se quede a medio camino, que resulte satisfactoria en muchos elementos y que en su irregularidad sea capaz de pasar de buenos momentos a otros prescindibles, pero que en el fondo se presienta que Benchetrit se ha quedado a medias. Esto no quiere decir que La comunidad de los corazones rotos no sea una película meritoria ni que no merezca la pena acercarse a ella, pero sí que estamos ante una obra cuyas limitaciones parecen venir de su planteamiento inicial antes que, aunque también, su ejecución.

Benchetrit usa el plano cuadrado para narrar las tres historias, formato que solo rompe al final cuando Charly grabe en cámara a Jeanne. Ese cuadrado acota el paisaje y a los personajes, sobre todo porque el director opta por acercarse con la cámara a ellos, creando de esa manera unos planos muy cerrados que transmiten ese cierto agobio, tanto vital como físico, en el que viven los personajes. Desarrolladas en una banlieue francesa, el director opta por un hiperrealismo visual que trastoca mediante la introducción en la realidad de la ficción unos elementos surrealista que violentan ese retrato realista. Crea una extraña dialéctica entre una imagen puramente realista y los elementos narrativos de unas cotidianidades que se presentan extrañas, tan cercanas como alejadas. A modo de viñetas, La comunidad de los corazones rotos tiene muy buenos momentos, como aquellos que crean relaciones mediante el montaje, o la capacidad para sugerir sentidos anímicos con la puesta en escena, o el trabajo con el sonido y la música para crear una atmósfera turbadora de una realidad que parece empezar y terminar con los personajes, a pesar de que se intuya un mundo más allá de ellos. Aunque, eso sí, como si estuviese muy lejano. Ideas que dan mucha consistencia a la película de Benchetrit a pesar de que en términos de desarrollo dramático no consiga mantener el interés de forma constante y en todas las historias por igual.

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Queda una visión melancólica, tan humanista como sombría, alrededor de unos personajes que en su soledad se encuentran, se complementan mediante una solidaridad surgida de una falta de egoísmo que, en verdad, responde a la necesidad de estar con otra persona. Una visión que tiene algo tan presente como fuera de época, casi suspendido en el tiempo. Sabemos –presentimos- que Benchetrit nos habla de nuestro momento. Y sin embargo los personajes parecen surgir de otro momento. Quizá por su presencia casi fantasmal en una realidad en la que no encuentran su lugar. Y Benchetrit se ocupa de mostrarlo con una fina ironía, llena de absurdidad, para mostrar unas vidas que bordean lo trágico cotidiano y se quedan, al final, en lo absurdo de sus existencias. Que son, en general, casi todas.