La reina de España es una película que, y no por motivos positivos, nos traslada varias décadas atrás dentro del cine español. Su director, Fernando Trueba, ha recuperado a los personajes de La niña de tus ojos, de 1998, quizá su último gran éxito, en busca de, precisamente, conseguir otro. Para ello ha contando con la ayuda de Penélope Cruz como reclamo para la taquilla, con un elenco en el que repiten actores de aquella –en una suerte de desfile de actores españoles en un momento de más pena que gloria que acaba trasladándose a pantalla-, y con el claro deseo de que el recuerdo de aquella sea suficiente para esta. Así, Trueba ha realizado una película cuyo sentido último no lo tenemos claro más allá de usar un material previo para dar forma a una secuela que no aporta absolutamente nada, mostrándose de principio a fin como un simple vehículo para quienes tanto detrás como delante de la cámara se benefician de ella. Salvo, quizá, Cruz, quien en verdad no necesitaba pasearse por La reina de España con la indolencia de la que hace gala.

La naturaleza, la existencia, de una película como La reina de España se puede explicar por lo anterior, pero por poco más, y, encima, no es suficiente. No aporta nada ni a la carrera de su director ni al cine actual ni mucho menos al cine español. Representa, además, una forma de entender y de hacer el cine que, aunque en su relato pretenda ser progresista, en su puesta en escena, no puede resultar más conservadora, casi reaccionaria, con unas imágenes de una pobreza que sorprenden en 2016 y en un director como Trueba, de quien, al menos, se podía esperar algo más de imaginación y de elaboración. Porque en La reina de España se contenta con una puesta en escena plana y convencional, con unas imágenes feas, descuidadas, que también sorprenden al tener detrás a un director de fotografía como José Luis Alcaine. Podría decirse que La niña de tus ojos, a pesar de haber sido dirigida en 1998, tiene un aspecto más actual que su secuela.

Y esto no se debe a que Trueba haya querido llevar a cabo un juego visual con la época que recrea, los años cincuenta, es decir, con el cine español franquista y con las producciones internacionales rodadas en España. Simplemente ha apostado todo a la historia que quiere contar, el problema es que resulta insulsa y en exceso alargada –dos horas y poco de película…-, sin apenas gracia, confundiendo el humor con el chascarrillo chabacano mal elaborado, con chistes acosta de los gays que producen sonrojo, a pesar de que esconde una de las secuencias más insólitas del año, todo hay que decirlo, la violación de uno de los personajes masculinos. Y así, deja de lado lo que podría haber sido realmente interesante, el regreso a España desde el exilio de Blas Fontiveros (Antonio Resines), cuyo personaje, al final, acaba siendo un simple tropo para hacer avanzar la acción a su alrededor –con un rescate bochornoso en plenas ‘obras’ de la Cruz de los Caídos cuya planificación es digna de atención por la falta de absolutamente tensión alguna- y, de paso, un discurso sobre la cultura y el cine como rebelión que si bien puede tener una intención clara de hablar de nuestro presente, al final, queda en simples conversaciones panfletarias.

En definitiva, una película que sorprende negativamente por su falta de arrojo y de riesgo, por una total complacencia que acaba derivando más una reunión entre amigos para tener algo que hacer, en algunos casos creemos que literalmente, pero que no aporta nada, absolutamente nada, al cine español actual. Es más, puede que resulte incluso perjudicial al volver a unos modos visuales planos y descuidados que, a tenor de La reina de España, uno podría pensar que no ha pasado nada en nuestro cine en los últimos años. Y, aunque poco, algo ha pasado como para que Trueba se muestre tan sumamente conservador a la hora de realizar su película.