En los últimos días hemos podido ver en multitud de marquesinas publicitarias el rostro del cocinero malagueño, Dani Garcia, con aire de niño goloso y nariz canina, pegado ante la hamburguesa de McDonald que promociona. Y da una inmensa pena observar la coyunda de un cocinero tan prestigioso e imaginativo, como la Alicia del país de las maravillas, con la multinacional de la carne que más tumbos da por el mundo intentando vender un producto tan deshumanizado.

Hamburguesa de oroAl tropezarse con tal imagen, uno supone que a ambos les ocurre algo importante; a McDonald porque continúa su declive de ventas y a Dani Garcia porque anda algo perdido buscando un acomodo económico que le saque de sus reiterados traspiés comerciales. El último conocido es el cierre de su “Manzanilla” de Nueva York.

Los norteamericanos buscan con su imagen inyectar prestigio a ese producto imposible, que cuando se enfría no sirve ni para pienso de hambrunas, y el marbellí, además de una suculenta  retribución económica, ¿qué?  ¿Será el destino de los grandes nombres de la cocina promocionar aquellos productos, preparados o firmas comerciales, que nunca recomendarían a sus clientes? ¿Será Dani Garcia el adelantado de un nuevo tiempo?

Y es que nuestra cocina de élites por más festivales, concursos y premios que protagonice no acaba de encontrar su sitio en el mundo, o mejor dicho, desconoce cuál debe de ser su destino. De El Bulli, como centro de peregrinación mundial de la nueva cocina de las sensaciones, hemos pasado a la celebración de la tapa (qué aldea española no tiene su día para que la señora Pepa se esmere en la creación de una nueva) y la recuperación de las etnogastronomia de los platos tradicionales pasados por  la termomix y las mezclas arriesgadas de sabores. Ahora damos vueltas y más vueltas con la exportación de la tapa;  algunos druidas de todo este tipo de  ruidos están ya seguros de que la cocina española será reconocida en el mundo por esos pequeños bocados de imaginación infinitamente diversos.

Claro que este nuevo descubrimiento se produce cuando parece imposible la exportación de nuestros grandes cocineros (han salido pocos y son más los que se quiebran en el intento) a causa de una mal planificación comercial y no pocos intangibles. El principal de todos ellos es que nos mentimos cuando decimos sí a la afirmación de que nuestra cocina es conocida y reconocida en el mundo. Porque no es verdad. Por más que nos duela seguimos siendo todavía el país de la paella y la sangría, de eso tan  “repugnante” llamado pata de jamón y del olor a ajo.

Dani García promocionando su hamburguesa Dani García promocionando su hamburguesa



¿Qué se han abierto nuevas vías de conocimiento  y reconocimiento? Sí, por millares. Pero son claramente insuficientes todavía. Estamos en la niñez de las cocinas frente a otras tan potentes como la francesa o italiana; y no llegamos al reconocimiento de la japonesa y la mexicana incluso. Empujan los peruanos y aún los de Corea. Y hasta Londres investiga con los productos y sabores del mundo más remoto.

En esta encrucijada, sin embargo, nuestras televisiones se inundan de programas de cocina y las redes se llenan de blogs gastronómicos, al igual que las plazas de nuestros pueblos de banderitas en fiestas. Vamos camino de tener más chefs, someliers, cocineros, reposteros, camareros y hasta sexadores de aves que China y Filipinas juntas. Puede que por ese camino avizoremos nuestro destino: desplazando a los amarillos de los fogones del mundo.

En fin, esto es lo que produce observar a uno de los grandes de la cocina con mirada golosina a una hamburguesa de cadena de montaje: la depresión. Aunque no quisiera rematar este comentario con un bajonazo emocional. Deberíamos recordar que los franceses llevan trescientos años dedicados a llevar por el mundo sus marmitas intentando conquistar el gusto de los hombres, además de obtener  reconocimiento y prestigio. Nosotros sólo acabamos de empezar a abrir veredas y ya tenemos recetas tan maravillosas como las de Dani Garcia. Busquen en la red, les inundará de sur con toda su sal y los infinitos colores de la huerta, los olores de la matanza y el canturreo de nuestras madres ante el hogarín. Lujuria en esencia.