El pasado miércoles 28 compartí tacos, carnitas, tamales y tequila con el siempre sonriente y amable colega mexicano Ignacio. La comida del país azteca es riquísima pero, cual si fueras caminante por tierra desconocida, debes adentrarte en ella acompañado de un buen guía, de un lázaro que te evite caer en esa salsa rabiosa o en aquella carne que especió el mismísimo diablo. Tomado por esa mano, el camino gustativo por ese mundo de chiles, enchiladas, sopas de tortilla, soples, tacos al vapor... es un intenso placer.

Taquería-del-AlamilloEsta cocina - como muchas otras que el mundo de la globalización, las migraciones y el avispado comercio nos van descubriendo- es sobre todo compartida: un montoncito de arepitas templadas hasta el que acuden todas las manos, un plato regular de guacamole (insuperable si el aguacate encierra su sabor genuino) dispuesto a ser saboteado por una nube de nachos, una ensalada de nopales, pimiento y tomate que sólo tiene sentido si caen varios tenedores sobre ella. Así se come en la Taquería del Alamillo, un mexicano discreto y auténtico en el corazón del barrio de los austrias, al que acuden los trasterrados de aquel país, sean ellos dichosos o avinagrados, que pueblan Madrid.

Disfruto de esta manera de comer, esa repleta de manos que trocean los alimentos y alcanzan los platos, la que más allá de ser el natural instinto de nutrirse con ganas y de manera placentera, es la forma más sincera de enlazar con el otro sensaciones y emociones habitualmente nutritivas y casi siempre auténticas: la mesa como expresión máxima de la comunicación total.

Todo se comparte Los platos son colectivos



En los últimos años hemos ido perdiendo el hábito de comer del mismo plato y sustituido la mesa redonda, que aproxima los corazones, por la rectangular que aísla; se nos olvida el festivo y común "cucharón y pado atrás" de los almuerzos rurales, las comidas reidoras de la fábrica y las raciones colectivas de las venerables pensiones. La oferta de platos fue aumentando, las piezas de la vajilla y las cuberterías se multiplicaron como camadas de conejos, los refrescos, los vinos, las diferentes marcas de aguas y de
tantos licores vinieron a nuestro encuentro para hacernos diferentes del compañero o el amigo. Cada uno de nosotros, con su golosina, ajeno al disfrute del compañero de al lado. Es decir, mesas rectangulares repletas de platos caros que no comunican, sino cuando  al final las copas hacen su efecto en forma de cantos y vocinglerías.

Luis Landero en un delicioso artículo titulado " Mis queridos filósofos", publicado en El País el pasado martes 28 de abril, habla de la necesidad urgente que tenemos de volver a los filósofos para buscarnos críticos y conscientes, porque: "Triste país el nuestro. Trabajando cada uno para obtener sus pequeñas ventajas, nos estamos labrando entre todos la desdicha colectiva". Sí, ejercitarse en lo colectivo no es sólo formar parte del sindicato, cultivar la familia o esforzarse en las metas que nos ponemos en las sociedades deportivas o culturales, sino en cómo nos comportamos en la mesa, qué comemos y cómo lo compartimos.

Hace unos meses escribí un comentario sobre los pros y contras de comer con los dedos, ese debate entre la naturalidad extrema y la regla social. Hoy no me refiero a nada de ello, defiendo que en la mesa todos comamos de todo y compartamos idénticos platos, sean estos los contundentes preparados centroeuropeos (¡esos gulag húngaros!) o los variadísimos y ligeros del Mediterráneo, China o Japón.

Comer para compartir, comer para reír, comer para descubrir nuevos platos, entrar en otro sabores; comer para sorprenderte, para debatir y aprender del esfuerzo (y la competencia) enormes que se dan alrededor de los fogones y el chup chup permanente de tantos cómo sueñan ser un día un Arzak, un Acurio, o simplemente se aplican para que acudan los suficientes clientes que ayuden a pagar los gastos corrientes.