Me siento a comer junto a mi amigo Pedro. Acaba de prejubilarse (58 años, fuerte, seguro, feliz) y quería compartir su júbilo también conmigo. Me
lleva a Sal Fumée (Viriato 39, Madrid), un restaurante abierto no hace muchos meses en el lugar que antes ocupó una de esas marisquerías tradicionales madrileñas que exhiben al sol de una cristalera a la calle mil colas de langostinos y gambas y los lomos de berrendos centollones. Al entrar padeces de desangelo, y también en la sala. Sillas hortero-barrocas, que debieron de pertenecer al anterior negocio, se aplanan contra el solado de un amplio espacio pintado de un incalificable color que debió nacer de la mezcla de remotas gamas de verde y azul que acabaron convertidas en grises cenicientos.  La luz es mustia, nada que ver con los nuevos locales que abre hoy esta ciudad en pleno frenesí gastronómico, cuyos dueños se dejan las pestañas en decorados tan vistosos como prescindibles serán pronto.

El alborozo de Pedro, no obstante, lo acapara todo. Ni tengo un instante para fisgar qué tráquea emite ese sonido que me solivianta el cogote. Pero no importa, la carta viene con algunos anuncios apetecibles (tartar de vaca ligeramente ahumado, arenques marinados en aguacate... ). Un camarero tan bien dispuesto como inseguro (tímido) nos canta el menú. Tres primeros y otros tantos segundos. "¿Salmorejo de cerezas has dicho? ¡Si todavía no han llegado nuestras cerezas!" "Bueno, eso, que me he confundido: es de frambuesas" "Ah, pues entonces me traes de primero la pasta con esa salsa de
pesto tan creativa que anuncias".

Pedro si pidió el salmorejo. Me lo dio a probar. Muy bueno, pero bastante arriba de acidez para un estómago tan vivido como el mío. Acerté, pues los
llamados frutos del bosque (pregunten por ellos en Huelva, los han domesticado y convertido en caramelillos graciosos de la pradera) tienen con demasiada frecuencia esa crueldad ácida de nuestros encurtidos. Y así continuamos, comiendo sin prestar siquiera atención a los retornos del paladar, enfrascados en deshacer algunos de los nudos fabricados durante el largo tiempo en que no nos habíamos encontrado. Y se escapan de nuestra memoria chorros de palabras que son acontecimientos familiares o profesionales, y los más diversos aconteceres de la triste actualidad
(bueno, esta no ha variado demasiado en los últimos ocho o diez años).

Tendré que ir de nuevo a Sal Fumée para profundizar en sus entrañas, si es que son de sustancia, pues solo entreví las buenas trazas de su carta y una
luz manchada de azules zurcidos por rayos bien ralos.

Ya en la mesa de trabajo, el wuassap me canta la llegada del enésimo mensaje. Una compañera de trabajo ha capturado un tuiter que exhibe la foto
de un barreño de cerezas rosas y brillantísimas. Las primeras cerezas del del año son lanzadas a la red por nuestro amigo Pep desde las luminosas
solanas de su Priorat tan bendito como reseco. Para morirse o dejar de creer en la naturaleza: ¡cerezas en los primeros días de abril!

Recordé al joven camarero equivocado. Podría haber insistido en que eran cerezas y me hubiera tenido que envainar la lengua como el sabiondo de Guy
de Moupassant. Cuando vuelva al restaurante para empaparme de lo que allí ofrecen se lo comentaré, y también se lo cuchichearé al chef Rubén Ortiz,
uno de esos cocineros jóvenes que se han echado al hombro la maroma que tira canal arriba del barco de su supervivencia (los propagandistas del capital
llaman a estos nuevos galeotes emprendedores).

El nuevo tiempo de cambio climático nos arroya cada día con mayor frecuencia hasta confundirnos como a los gatos y los bosques. Estas navidades tuvimos que espantar las moscas comiendo a "hocicosolano" en las faldas de Gredos, y hace unos días comprobé como palidecía el pasto, baldado por el sol, en las vegas del Tietar.  Pronto confirmaremos que seguir una dieta sana no consistirá en insistir en  el camino verde que te conduce al mercado o el
restaurante, llevar -más o menos- por tercios la ingesta de hidratos, proteínas, frutas y verduras y no olvidarnos de las recetas tradicionales, los productos locales y de temporada. No será suficiente. Tenemos que ir aclimatándonos al trópico que nos toca los talones. Pronto la piña, la papaya y hasta la guayaba nos llegarán desde ese jardín templado en las riberas mediterráneas de Granada y Málaga. Y hasta la caña de azúcar hará próspero a Motril de nuevo.

El sol se nos cuela por las axilas y evapora nuestros campos y embalses de agua tan escasa. Procuremos no derramar gota alguna y olvidar al rubio de
todos los días, él disfruta de la salud y el gozo de mi amigo Pedro. Y nunca se jubila.