Hace escasos días, en pleno almuerzo, oímos un alarido enorme e inquietante; la música con que nos ametrallaba el televisor se cortó de repente y dejó al desnudo la voz iracunda del camarero: "¡¡ Estoy hasta los cojones: o traéis la comida aquí o me voy!!" La treintena de comensales fijamos alarmados nuestra mirada atónita sobre aquel enfurecido, pero luego recapitulamos rápido. Desde que llegamos habíamos reparado en aquel único camarero corriendo de acá para allá como un oso loco; entrega la carta como quien lanza un bumerán, la espuma de la caña del aperitivo vuela y no hay cordero, ni espárragos, ni ... y "sólo tenemos arroz con corzo para dos". Estamos en el restaurante La Plaza (del Caudillo) de El Pardo.

Ayer reservamos en el restaurante La Catedral de Zamora, una denominación que bien pudiera ser el rótulo de un colmado al paso de la película "Por Quién Doblan las Campanas", o la tasca de alguna de las fascistadas épicas que rodó Juan de Orduña. Pero no, es el clásico restaurante de Madrid de buenas croquetas, menestras y corderos; los miércoles sirven un cocido único de cinco vuelcos que, el jueves, es transformado en fuentes de "ropa vieja" que parecen salidas de un paladar escondido en el vientre de La Habana vieja. Sus camareros son excelentes; la comodidad se nota, se pide fácil, te sirven a tiempo y con delicadeza y te observan sin que te sorprendan unos ojos.

Aquel camarero de La Plaza (que al cabo se disculpó por su explosión de ira) estaba sólo y desesperado (o quizás arrastraba un dolor insuperable) porque atendía a más de treinta cubiertos, mientras que en La Catedral eran tres lo que servían una sala para cuarenta y tantos cubiertos y en perfecto orden. Hay diferencia.

Pero la casuística camareril es infinita, tanta como nuestra imaginación alcance. Aunque en la actualidad domina el joven inexperto y agitado: estudiante mal pagado, extranjero que no tiene otra o joven español que lo empujó hasta la bandeja la proximidad del hambre. El camarero profesional queda para los restaurantes reconocidos (y no en todos) y aquellos antiguos locales que la crisis no se llevó por delante.

En todo caso, cada vez se le da menos importancia a este servicio clave. Los nuevos restauradores -progresivamente concentrados en grandes cadenas- valoran más la decoración, el ambiente (encanto) y el ruido en las redes que la correcta atención de la clientela. Los jóvenes consumidores llegan preparados para aguantar la metralla máxima, muchos porque se han entrenado viajando en esas latas de sardinas que son los aviones low cost y otros tantos porque no conocen más bares que los que has de trepar por la chepa del grupo o la cuadrilla para alcanzar la caña. El camarero ideal, por tanto, se extingue para el ciudadano corriente; se convierte en una herramienta más -casi sin interés- de ese mecano de consumo acelerado en que se transforma nuestro ocio.

Claro que hay variadas excepciones gracias, sobre todo, a que el hombre sorprende siempre aunque este sea plano. El mejor camarero lo encuentras cuando el restaurante está semivacío. Tiene tiempo suficiente y suele manifestarse agradable; pero no busques su complicidad así que las manecillas del reloj enfilen hacia las cuatro y media de la tarde o sobrepasen las doce de la noche. Solo sería correcto si le pagarán las horas extraordinarias, pero eso ya no se estila, que cantaba el cuplé.

Así que caminamos a la búsqueda del camarero anónimo, el correcto (o no tanto) mueve platos; el que no llega nunca a la mesa o es un patoso. Nos conformamos casi con la sonrisa de ella o que él te avance el asomo de una broma. La mejor manera de paliar este malestar (sin buen camarero no se come a gusto) es acudir a menudo a los mismos lugares hasta hacerse con el ánimo y la sonrisa de Mateo, que llegó a ser chef y huele el corcho del vino como un maestro perfumista antiguo. Se lo rifan. La última vez que nos vimos fue en el restaurante El Paraguas. Pidió permiso a mis acompañantes en la cena para darme un abrazo de hermano. Es un jefe de sala magnífico, te acaricia con la sonrisa y sus ojos observan sin que perturben tu intimidad.