Nos están mareando (confundiendo) demasiado con lo que comemos en los últimos tiempos. Mal asunto. Si de algo debemos de estar seguros es de que lo que ingerimos no daña y, además, es sano. Pero no ocurre así en el climax máximo de cocineros y fogones, cuando preparar una merluza en salsa verde es prime time y los cocineros michelín son todos hijos de Zeus aunque muchos tengan cara de cemento. Resulta que son sospechosos el azúcar, las harinas, todas las grasas, las salsas, los platos preparados, las sacarinas, los aceites de palma y cacahuete y ¡cuidado con el agua que bebes! 

Aunque lo más grave es esa amenaza fantasma que sostiene que los platos preparados, precocinados y los aditivos, de acá y allá, que se añaden a centenares de alimentos básicos como el pan, la leche, el jamón... no son de fiar: o  te engañan vendiendo por leche de vaca lo que es suero,  o te meten grasas saturadas divinas de la muerte hasta por el orto. 

Lo más curioso, no obstante,  es que quienes divulgan masivamente estas advertencias te aseguran que el alimento sospechoso lo come el pobre. Claro que es un alimento seguro, eso sí, pues casi nadie muere de diarrea ya, pero que te enferma  lentamente hasta conducirte sin remisión en el mundo de la diabetes, el cancer o las enfermedades cardiovasculares. Y claman porque abominemos de esas salsas de las que el fabricante sólo sabe que no matan; o pugnan porque impongamos al azúcar los impuestos del alcohol (¿por cierto, la cerveza normal tiene alcohol?) y se quedan tan panchos: más sabios y responsables que un Nobel. 

En esta situación,  muy pocos de ellos ayudan a dar pistas sobre cómo podemos ir cambiando el ambiente obesogénico en el que vivimos, de qué manera abandonamos las costumbres enfermizas de ingerir el súper wopper. Es decir, por qué puñetas la fruta no se ofrece al precio de la gaseosa o el pescado deja de parecerse a la carne (?) de pollo. De esta parte del dilema público sólo hablan algunos locos extremistas y ningún poder público ha decidido trabajar en la búsqueda de fórmulas que resuelvan el enigma de por qué el tomate cuesta 5 euros el kilo. 

A mí siempre me ha perecido que poner en duda la calidad, y mucho más la seguridad de los alimentos, es una especie de terrorismo. Ese es el miedo "que más mortifica", y el que más beneficio aporta a los malvados que lo propalan con el fin de achatarrar al adversario. 

Estos intrigantes abundan hoy en las administraciones públicas y universidades, centros de investigación, redes y medios de comunicación convencionales y los que no sin tanto. Nos cuentan que para alimentar a una población mundial, que se duplicará en el horizonte del 2050, es imprescindible continuar el camino emprendido hasta ahora. Pero al tiempo, su contraparte en la investigación y la ciencia, asegura qué la mayoría de la ingesta de los paises ricos es crecientemente insana y ayuna de calidad, qué necesitamos políticas sociales que nos ayuden a salir de este manglar. 

La confusión, pues, es máxima y el aparente choque entre la industria alimentaria y una sociedad atónita, no acaba de alumbrar resultados saludables. De momento, a los únicos que les va de escándalo es a los vendedores de comida barata, ropa barata, frigoríficos baratos y motos de saldo. 

P. D. Un centro de investigación alimentaria valenciano acaba de anunciar el descubrimiento de los genes del tomate de pueblo, o sea, el bueno. Pronto crecerá bajo los plásticos con esa gracia. ¿A qué precio pondrá el kilo el mercado?