El comercio mundial observa con admiración y miedo al tiempo cómo los conglomerados galácticos como Amazon, Alibaba  y otros lo invaden todo. Son tarántulas siderales que con sus patitas de seda invisible te llevan “todo lo que pidas adonde quieras que estés”. Qué hacer, pues, con la tienda o el restaurante.

Aliados con la revolución del transporte, las telecomunicaciones y los inventos diarios de drones, aps y legiones de jóvenes en busca de trabajo, se adueñan con pasos de gigante de un espacio que tradicionalmente dominó la calle: mercados, tiendas, bares y terrazas.

El teléfono inteligente -¡ese prodigio!- las aplicaciones de móvil que te abren la puerta de cualquier deseo por increíble que parezca y esa economía colaborativa que se extiende como una mancha de aceite incolora por el mundo, han decidido que pueden con todo y están empeñados en transformar nuestros gustos y costumbres y poner patas arriba nuestra vieja civilización que viene de la Revolución francesa.

El comercio de grandes superficies y almacenes se agrieta. Pronto esas enormes naves de luz y lujuria consumista serán achatarradas o transformadas desde las raíces. Todos seguiremos comiendo, vistiendo y disfrutando de los mil reclamos del ocio. El mismo dedo y tableta parecida a la que hoy nos traen las noticias hasta la pantalla, nos alcanzaran la comida, abrirán el restaurante y adornarán con un ramo de flores nuestra casa (o allí donde quiera que estemos). Y todo será progresivamente más barato. 

Los artefactos digitales que ya adivinamos se irán abaratando hasta hacer posible que podamos disfrutarlo todo; será algo similar a lo que ocurrió con el precio de electrodomésticos, ordenadores o los vuelos transoceánicos.

En las grandes ciudades del mundo va desapareciendo el ruido temerario del chico con moto del Telepizza; en su lugar aparece la silenciosa bicicleta sobre la que unas piernas jóvenes mueven todo: las comidas y las cenas te las sirve el restaurante en tu casa o en el parque.

El comercio que conocimos lo viene transformando la digitalización y las nuevas formas de vida que acarrea. La misma inteligencia que vigila el crecimiento de las diminutas planteras de cebolla en el Campo de Cartagena y ordena el momento en que hay que pincharlas en tierra por mulas que son robots, nos descubre que faltan leche, huevos o cerveza en nuestra nevera y rauda los repondrá a la hora en que sabe que estamos en casa.

¿Para qué valdrán, entonces, tantos supermercados grandes y pequeños, restaurantes, tiendas,  incluso especializadas, y miles de locales de la vida loca? El afán principal de aquellos que piensan para grandes inversores financieros e industriales empeñados en este negocio, viene siendo  idear fórmulas para retrasar todo lo posible los efectos de esta  avalancha tecnológica que ya tiene agarrado el futuro por “allí mismo”.

Pero a pesar de tanto esfuerzo los hipermercados de lunes a jueves son desolados óleos a todo color, al tiempo que el pequeño súper de cadena se cuela por la callejas del barrio como hasta hace bien poco lo hacían los colmaos chinos o paquistaníes. Es una resistencia que se sabe vencida, como las industrias dependientes de motores que consumen combustibles fósiles o las empresas periodísticas de papel y camiones de reparto.

¿Se replegarán pronto cómo hacen ahora los bancos hasta ayer mismo faros del poder en las esquinas postineras de España? Nadie sabe cuándo, aunque pronósticos los encontramos a barullo. Cuando en los primeros setenta los hipermercados franceses aparecieron por España, en nuestras ciudades -que no eran otra cosa que la suma de sus barrios-  se daba por seguro que nunca entrarían porque jamás nadie ganaría en confianza  (y proximidad)  a las tiendas de siempre. Al cabo de pocos años esa tiendas son ceniza.

Hoy la figura que asoma por el horizonte es más radical aún que aquella ferocidad  de lineales; lo que cambia es el hombre y no el tamaño y la oferta de la tienda. El hombre digital, que ya no compra periódicos y pronto ni siquiera tuiteara golpes de palabras porque su pensamiento se traducirá instantáneamente en un texto sobre la pantalla, viene dispuesto a que el mundo le siga hasta donde se desplace él; ni oficina, ni tienda, ni casa para toda la vida; busca que el mundo acuda a su encuentro y no al revés, como ha sido hasta ahora en la historia de la humanidad. Algo así como el gran invento futbolístico de Johan Cruyff: que corra la pelota, no el futbolista.