La tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera es la maldad, decía Thomas Mann. La tolerancia no puede ni debe extenderse a ningún hecho, acción u omisión que signifiquen el daño o el mal ajeno, y mucho más cuando la víctima está, desde cualquier punto de vista, en inferioridad de condiciones con respecto del agresor. Se convendrá conmigo en que esta premisa, forme o no parte de los códigos legales vigentes, es pura ética natural que emana de cualquier mente mínimamente decente. 

Lo decía con otras palabras Milán Kundera en La insoportable levedad del ser. Se refería a los animales, aunque es una consideración aplicable a cualquier persona o ser que se encuentre en situación de indefensión frente a otro: “La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda, radica en su relación con aquellos que están a su merced”.

Sin embargo, la moral que nos rodea y que nos enseñan desde la infancia está muy lejos de cumplir esos preceptos; muy al contrario, se trata de una “moral” dogmática que predica el bien, el bien que, si analizamos bien, le conviene a sus intereses particulares. Es la historia misma de las religiones. De tal manera que, a poco de utilicemos las neuronas o el sentido común, percibimos que tras la moral religiosa en la que se sustenta toda la historia de Occidente existe una maraña de intereses políticos, económicos y corporativos que nada tienen que ver con la espiritualidad, sino todo lo contrario. Los valores están realmente trastocados y nos hacen pensar y vivir de acuerdo a parámetros del todo inhumanos, irracionales y nefastos. La ética profunda tiene que ver con la libertad, con el amor, con la solidaridad, con la hermandad, con el conocimiento, con el amor a la vida, con la alegría. Y, como es muy evidente, la moral religiosa conduce a todo lo contrario.

Hace sólo cuatro días que salía en la prensa la detención por parte de la policía argentina de una monja acusada de elegir “niños sumisos” con los que proveer a curas pederastas y violadores. El relato de los hechos es escalofriante y confirma el hecho de que la realidad suele superar con creces, en horror, a la ficción. La religiosa católica se encargó durante muchos años de seleccionar niños sordos, que estaban a su cuidado en el Instituto Provolo de Mendoza, para ser abusados sexualmente por varios sacerdotes a quienes la monja ayudaba y encubría. La “monjita” ocultaba las heridas de los niños más pequeños, provocadas por los abusos, con pañales, en su afán de encubrir estas espantosas actuaciones.

Más de veinte niños sordos, entre diez y doce años, testificaron a su vez en diciembre pasado ante el juez narrando los abusos y aberraciones a los que fueron sometidos por los sacerdotes del Instituto Provolo Nicolás Corradi, de 82 años y Horacio Corbacho de 56. De manera asidua y sistemática eran forzados a practicar sexo oral ante los curas y algunos de ellos eran violados y golpeados. Un verdadero espanto que aterra a cualquiera. Niños discapacitados en manos de verdaderos pervertidos y psicópatas que no dudan en utilizar su buena prensa social y su ascendente sobre personas indefensas a su cargo para satisfacer pulsiones verdaderamente repugnantes y sólo propias de personas malignas, perturbadas y muy enfermas.

Supongo, como supondrá cualquiera con un mínimo de neuronas en buen estado, que estos hechos aberrantes que se producen a lo largo y ancho de todos los países de la órbita católica deberían hacer reflexionar a los gestores políticos y a los Estados sobre los enormes privilegios confesionales que tiene la Iglesia en base a la supuesta moral que predican. ¿Dónde está esa moral? ¿Qué responsabilidad ostentan respecto de acciones tan dañinas y repugnantes? ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI el mundo siga siendo tan ignorante como para sustentar su sentido de la moral en idearios tan tiránicos y represores? En fin, son preguntas retóricas que suelo plantearme cuando leo noticias de este tipo.

Decir “monjita” es, en la ignorancia general, casi como decir “ser angelical”, lo cual es una falacia y algo absolutamente falso. No digo que no haya monjas buenas y bienintencionadas, claro que sí; por descontado. Pero técnicamente las monjas son mujeres que viven sometidas de manera radical a determinados idearios, que han dimitido de su racionalidad, de su voluntad y de su libertad poniéndolas en manos de una organización a la que servirán de manera incondicional el resto de los días de su vida, sirviendo, como esclavas, sus órdenes e intereses. A eso algunos lo llaman santidad, y otros, psicólogos y psiquiatras, sobre todo, lo llaman sometimiento psicológico y sociopatía. Y no puedo menos que recordar, porque viene como anillo al dedo, una reflexión magistral del ensayista y moralista francés Jean de la Bruyère en su obra Caractères: “Hay una falsa gloria que es ligereza, una falsa grandeza que es pequeñez, una falsa virtud que es hipocresía, y una falsa santidad que es vileza”.