Lluís Llach nunca ha terminado su viaje a Ítaca. Ya advertía, más bien recomendaba, la letra de su canción, que el viaje debía ser largo y no debía finalizar antes de ser anciano y sabio. Llach está a punto de cumplir una de las dos condiciones. Después de muchos años de calma chicha, el marinero ha sentido la necesidad de volver a embarcar para retomar un viaje del que, a diferencia del que emprendió en la juventud, desconoce el destino.

La travesía no parece haber hecho más sabio a Llach, quizá porque lo ha hecho más creyente. Creer, no dudar, juzgar sin necesidad de razonar, son los mayores peligros a los que se enfrenta la inteligencia. Y Llach cree, cree tanto que ha tenido que prescindir de su capacidad de discernir. No es sordo, no es tonto, simplemente siente terror, como todo creyente, de dejar un resquicio abierto por donde pueda entrar la duda. Pero no debe preocuparse porque el nacionalismo, como cualquier otra religión, provee a sus fieles de los dogmas que les evitan la peligrosa e inconfortable necesidad de reflexionar.

Y, ahora, décadas después de iniciado el viaje, el admirado cantautor se ha transformado en mossén (sacerdote) Llach. Mossén Llach ya no canta ni compone, pregona verdades escritas por otros. En sus concurridas homilías, utilizando el mismo tono y gestos que cualquier otro capellán, el pare Llach nos habla del paraíso. Un edén en el que sin sonrojarse afirma que Catalunya es el cuarto motor económico de Europa, "a la altura de Alemania o Francia (Sant Sadurni d'Anoia, febrero de 2017)"  y, por lo tanto, parte indivisible de su iglesia. 

En sus sermones, como manda el manual de cualquier credo, invita a ejercer el proselitismo. Habla de extraños (él mismo confiesa no saber muy bien como funciona) cursos dados por psicólogos para que la semilla de la nación germine donde lo tiene más complicado, lo que él describe con el eufemismo "barrios difíciles". Las indicaciones que siguen estos misioneros son las mismas que siguieron los apóstoles. Se empieza con conversaciones banales, quizá sobre el Dios argentino del balón, y poco a poco se va ganando la confianza de los impíos.  Hasta que llega el día en el que se saca un panfleto del zurrón y se comienza a hablar con quienes parecen ser más dúctiles, para intentar convertirlos también en predicadores.

Pero como nos enseña la historia de la humanidad, la cara amable de la religión pronto se torna dura con quienes osan ponerla en cuestión. Mossén Llach es inflexible en este tema. Además de los funcionarios, que serán castigados tanto en la tierra como en el cielo, quienes más le preocupan son los medios de comunicación: "Hay que ser selectivos en los medios que se siguen y evitar diarios como El Periódico o La Vanguardia que son recalcitrantemente unionistas". En la Arcadia catalana no harán falta diarios, porque todo serán buenas noticias y todos los de la profesión sabemos que eso no vende.  

Y todo esto lo cuenta el pare Llach con una benévola sonrisa, con los brazos abiertos a los feligreses, y reconociendo que él de esas cosas de la política entiende más bien poco, pero que los que saben (probablemente el mismo Dios) le dicen que será todo más sencillo de lo que creemos "yo no sé cómo se hará, pero creedme que se hará". En esto se parece mucho al obispo Rajoy, líder de otra secta de la misma religión, que también utiliza sus pregones para reconocer que no sabe nada, pero que debemos seguirlo porque él es quien mejor interpreta los designios del Dios-patria.