Lo digo sin clasismo, alude no al acceso improvisado en condición social y atildamiento anejo, alude a que un “señor bien, de los neoyorquinos Trump de toda la vida” (cómo la tan expresiva señora franquista de estas páginas) no sepa hablar sin el latiguillo del adjetivo superlativo entre signos de admiración: “ ¡ha hecho (de Al Sisí) un trabajo fantástico!…”: “¡…estábamos (él y Xi Jimping) tomando el postre, el más bonito pastel de chocolate que hayas visto jamás …!”; “va  a ser muy interesante” (una entrevista con  otro jefe de Estado) ; “siempre supe (de Putin) que era muy inteligente…”, pero (tras el bombardeo de Shayrat), “¡felicidades a nuestros grandes hombres y mujeres que representan tan bien a los Estados Unidos!..”; y se lanza en Centro Asia la “madre de todas las bombas” con lo que “podemos estar muy satisfechos”, etc., etc..

Enterados,  todo ello casa con la predecible conclusión: “¡tenemos que empezar a ganar guerras otra vez!”.

Cuando a la información –como su predecesor G. W.  Bush, ha confundido Afganistán con Irak- y al raciocinio le suplen –según convenga-  ditirambo o amenaza, cuando lo importante es, desde dorados cortinajes en despacho oficial a recepción de dirigentes en exclusivo club privado, épatar, y a través de twitter dejar bien sentado “quien soy Yo”, la cosa se pone fea si al susodicho le acompaña por doquier un maletín cuyo uso parece nos puede afectar a los restantes convecinos.