En un país muy, muy cercano, había un pueblo muy, muy poblado, dividido en 17 barrios. Y en este pueblo vivía un pequeño pastor llamado Albertito y, como en todos los pueblos, tenía un mote: el de las naranjas. Le llamaban así, no por el tono de su chaqueta, que solía cambiar con asiduidad, sino por su afición por comer naranjas, la clave para mantener un cutis perfecto y una silueta envidiable.

Albertito el de las naranjas pronto usó estas virtudes en su provecho, porque la imagen es importante incluso en los pueblos, y se presentó a sus vecinos como el pastor más fiable para vigilar las ovejas de los demás. Una propuesta que tardó en calar, pero que, con ayuda del pregonero del pueblo, que daba la matraca con la corneta cada día, todos acabaron fiándose y despreocupados por si el lobo aparecía cuando ellos no miraban, que para eso estaba Albertito.

Y llegó un día en que un lobo atacó un corral en el centro de la ciudad. No se comió a las ovejas, sólo se limitó a traumar a unas cuantas, diciéndoles que eran unas "frustradas", "amargadas", "rabiosas" y "fracasadas como ovejas". Así que Albertito se puso manos a la obra y construyó un vallado alrededor de este corral. Y todos confiaron en él.

A los pocos días, el lobo volvió y se coló de nuevo para reírse de las ovejas, acompañado de comadrejas que se comieron a las gallinas. Y como prueba de lo inútil que era la valla, dejó un grafiti obsceno en la puerta. Cuando los vecinos empezaron a mosquearse, Albertito dijo que la culpa era de una de las jefecillas de los lobos, que era la que tenía la llave que abría el vallado. Y todos creyeron en él.

Poco después, un lobo atacó uno de los barrios más periféricos, famoso por sus huertas, zampándose ahora sí a varias ovejas. El cabreo empezaba a ser mayúsculo, pero Albertito les dijo a los vecinos que había hablado con el lobo y habían llegado a un pacto para que dejase de comerse el ganado “de inmediato”. Y todos se fiaron.

No pasó ni un día cuando una docena de lobos volvió por el río con actitud segura para zamparse más ovejas del barrio hortelano. Como la gente ya empezaba mosquearse, intercedió una amiga de Albertito, Inesita, que tenía buena fama en el pueblo. Y dijo a los vecinos que no se preocuparan, que si el lobo fuese pastor como ellos, habría dejado de comerse ovejas “en el minuto uno”. Un argumento tan absurdo que pilló a los demás desprevenidos. Y todos se lo tragaron.

Y amaneció un día en que el jefe de los lobos, el macho alfa de la manada, se presentó en persona en el pueblo, pero la gente no se asustó, porque estaba Albertito. Y el lobo supremo le dijo a Albertito que no se preocupara, que sólo venían a pedir perdón a las ovejas y, dado que ellos eran fieros y endémicos, se ofrecieron a vigilar los corrales de otros lobos peores que venían del extranjero.

A la gente esto ya le olía a chamusquina, pero Albertito les tranquilizó diciendo que era buena idea, que más valía lobo conocido que lobo por conocer. Que iban a atar a los lobos en corto, firmando por escrito un pacto irrompible. Y contó con la ayuda de otro amigo bien plantado, Nachito, que dijo a los vecinos: “Los lobos tienen una oportunidad única para demostrar si son de fiar o no”.

Y llegó el día en que los lobos se cansaron del pacto, porque les pagaban con “lentejas” y a ellos las legumbres les sentaban fatal. Dijeron que sólo habían aceptado el pacto porque en el pueblo se está calentito y había más ovejas para comer que en el monte. Y se zamparon toda la cabaña ovina del pueblo, y las gallinas, y al del Seprona, y al fiscal de Medio Ambiente… Y nunca más se supo de Albertito, porque ya… ¿pa’ qué?