La primeras órdenes del presidente Donald Trump se centran en hundir a Barack Obama y, por supuesto, a Hillary Clinton, esa mujer convencida, que intentó -incluso dejándose la piel-, poner en marcha, por fin, una cobertura sanitaria para millones de ciudadanos de Estados Unidos. No lo consiguió, pero sí  lo alcanzaron Obama y su equipo de profesionales: unos  economistas y otros médicos.

Hillary demostró también que su fuerza era la de una demócrata progresista cuando su marido, el entonces presidente Bill Clinton, tuvo un affaire con la becaria Mónica Lewinsky en el despacho oval de la Casa Blanca, que estuvo a punto de liquidar el matrimonio. Pero quien logró plantarse para defender al presidente fue ella.

La extrema derecha norteamericana se había lanzado, a través de sus numerosos medios de comunicación, a destruir a los demócratas. Pues bien, Hillary salió ante todo el mundo y puso a parir a los republicanos. Porque estos decían una cosa y hacían la contraria.

Este asunto surgió en 1998. Han pasado casi veinte años. El presidente actual se llama Donald Trump y es un tipo bañado en millones de dólares hasta el final de los siglos. Se cree él que será pronto el dueño de EE.UU. A los demócratas los ‘acorralará’ todo lo que pueda y más. A los republicanos los dejará vivir, pero él prefiere que no sean sensatos. Sus amigotes de fuera de Estados Unidos son de la extrema derecha. Le gusta mucho conocerlos a todos. Especialmente le hará feliz ver de cerca a la francesa Marine Le Pen.

Trump contará con ella para joder el Estado del Bienestar. Él es poderoso y pretende acabar de una vez con ese invento que consigue, al menos, que la desigualdad retroceda. O sea, que los ricos son los ricos y los pobres son los pobres. Lo dijo a gritos una diputada del PP español: Los pobres “¡que se jodan!”