Esta semana, con motivo de la disputa orgánica en Podemos, se ha debatido mucho sobre cuál es el alma auténtica de la formación morada. No les voy a aburrir con el tema, pero les recomiendo el artículo de Antonio Maestre al respecto sobre “los que sobran de Podemos” si quieren profundizar en la polémica. El resumen vendría a ser dónde se pone la línea que separa a quienes son “pueblo” de verdad y los que “hablan siempre en nombre del pueblo”. Una línea que para algunos está marcada por el skyline dental de los niños ricos de ortodoncia privada que quieren representar a las clases bajas.

Son las eternas luchas marmotianas de la izquierda, que la derecha tiene más que superadas desde hace años. Los conservadores, como su buen nombre indica, tienen bastante con conservar el poder, en vez de luchar por llegar a él. Ellos no marcan líneas porque ya saben que viven detrás de ellas. Como mucho, las difuminan con la ilusión de creer que su situación es extrapolable al resto de la población. Un espejismo de doble sentido que motiva a los que están fuera de él a pensar que la línea es traspirable y algún día podrán cruzarla.

Esa ilusión, que Alfonso Dastis llama “deformación profesional”, es la que ha llevado al ministro de Exteriores a asegurar que los cientos de miles de españoles que han dejado el país por culpa de la crisis, en realidad están motivados por su “amplitud de miras”. Y que “no le parece una tragedia separarse de familia y amigos”.

Cuando Dastis habla de esos españoles, no se refiere a los 5.000 conciudadanos sin papeles que trabajan en empleos precarios en Marruecos. O los españoles que están sirviendo cafés o limpiando platos repartidos por Europa, muchos de ellos sin reconocer por el Gobierno y con el riesgo de perder su derecho sanitario. Dastis no pensaba en la clase obrera, ni siquiera en esos hijos de la clase media, con estudios superiores –y quizás ortodoncia privada- a la que apeló Podemos con la carta de esa bióloga molecular que escribía desde Londres a sus padres.

Cuando Dastis habla de esos españoles, lo hace desde su experiencia personal. La del padre que es, alto funcionario del Estado, con un sueldo de 21.000 euros mensuales en su etapa de embajador. El padre que se ha podido permitir tener todos los gastos pagados, incluida la elitista educación de sus retoños. Una descendencia que no ha vivido “la tragedia” de estar lejos de su familia, porque han podido trabajar en la Comisión Europea, a pocos metros del despacho de papá. O que han tenido la “amplitud de miras” de ver venir la moda de la cerveza artesana y haber podido aprender el oficio en bonitas escuelas de Chicago y Portland.

El éxito de la derecha radica en esta visión que proyectan hacia abajo. Mucho han evolucionado desde que en 1983, un casi desconocido político gallego, llamado Mariano Rajoy, escribiese unos artículos sobre “la desigualdad” en los que afirmaba que “era un hecho objetivo que los hijos de ‘buena estirpe’ superaban a los demás”. La clave para que haya llegado a presidente del Gobierno y su partido a ser el más votado es dejar de presumir de que “su estirpe” es superior y hacernos creer que todos podemos vivir su vida. No es cuestión de “amplitud de miras”, sino de altitud de miras. De mirar hacia arriba.