Nuestra historia empieza en una de las calles más emblemáticas de la capital del Reino. Una calle que, tras años de atascos y ruido, se convierte en peatonal por decisión de la autoridad competente. La medida encoleriza a los comerciantes de la calle, que ven peligrar sus ventas, y la polémica ocupa portadas y columnas de opinión. No hablamos de la Gran Vía, sino de la calle Preciados de Madrid. Y estamos en 1968.

A día de hoy, no creo que haya un sólo madrileño que pueda imaginar a los coches congestionando la plaza de Callao o bajando a Sol a través de Preciados y la calle del Carmen. Desde luego, los comerciantes deben de estar encantados por la sencilla razón de que los coches no compran. En la actualidad, Preciados es la única calle comercial de Madrid sin un local libre y El Corte Inglés no para de abrir extensiones, así que muy mal no debe de irles.

Pero la necesidad de atención de Esperanza Aguirre puede con esto y mucho más. Como una versión con minifalda y bufanda del fantasma de las navidades pasadas, la lideresa se ha plantado en Gran Vía para proteger los derechos humanos de los coches, o no sé qué, porque alguien tiene que protegernos de los totalitarismos. La dictadura franquista nos quitó Preciados y ahora la dictadura sovietbolchavista de Carmena nos arrebata Gran Vía.

Tras su última performance en el carril bus de Gran Vía, esta vez con menos riesgo para el ciudadano que la última, lo único razonable que ha dicho Aguirre es que el sistema que delimita la zona peatonal es “cutre”. Si gobernasen los suyos, en vez de vallas y cinta del CSI, se habría encontrado a un constructor amigo que te lo dejase niquelado con mucho hormigón, un poco de sobrecoste y una suculenta comisión con la que reformar la sede de turno. Un doble win de manual, pero el que algo quiere, algo le cuesta.

La hipocresía de la derecha madrileña en este aspecto es ya conocida y son expertos en crear polémicas con acciones que ya en su día inauguraron ellos. Pasó con las restricciones al tráfico por contaminación, que aprobó Ana Botella, y se repite con la peatonalización de Gran Vía.

Ya se ha dicho que la medida la inauguró en 2003 el Ayuntamiento de Alberto Ruiz-Gallardón para los domingos de Navidad. Por suerte para Aguirre, la hemeroteca le salva. En aquel momento acababa de estrenar la Presidencia de la Comunidad tras el tamayazo y ya odiaba a Gallardón, así que estaba muy ocupada para alabar la idea, pero tampoco la criticó. Sin embargo hay otros ejemplos de cinismo.

En febrero de 2007, el portavoz socialista en la ciudad era Miguel Sebastián, y tuvo la idea de proponer una peatonalización de la Gran Vía. A Gallardón le faltó enviarle al rincón de pensar de la Casa de la Villa. Le exigió que se enterase de cómo funciona la ciudad, tachó el proyecto de idea precipitada e imposible y pidió a su rival que “se documente”. Algo que debió hacer el propio Gallardón en menos de dos meses, porque en abril prometió “templar” el tráfico de Gran Vía ensanchando las aceras para convertir esta arteria en un “gran salón urbano”.

Todo esto le resbala a Aguirre, por supuesto, que asegura que la medida del Ayuntamiento “es una cuestión ideológica” que busca “enfrentar a las personas con los coches”. Esto último, que parece el argumento de la próxima película de animación de Pixar, no lo veo. Pero sí que le doy la razón en lo de la ideología. Es una batalla entre quienes, de un lado, creen en el cortoplacismo, apoyan al empresario tenga o no razón y aprovechan cualquier ocasión para atizar con hipocresía al rival político, y quienes, por otro lado, se preocupan de problemas reales como la contaminación y aspiran a dejar en el futuro una ciudad mejor, rechazando el pan de hoy para luchar contra el hambre de mañana.