La muerte de Fidel Castro trasciende con mucho el marco estricto de Cuba. La personalidad del ya difunto dirigente cubano ha tenido y aún tiene una proyección internacional. Tal vez ha sido uno de los escasos líderes globales, incluso desde mucho antes de la existencia del fenómeno actual de la globalización. Lo ha sido desde su acceso al poder, en aquel ya tan lejano 1 de enero de 1959 en que llegó a La Habana tras derrocar al dictador Fulgencio Batista al frente de su ejército guerrillero, hasta el mismo momento del anuncio oficial y público de su muerte, el pasado 25 de noviembre, cuando ya no ocupaba ningún cargo público desde hacía algunos años pero seguía siendo el referente político máximo del régimen cubano.

Un referente político que sigue presente aún y que puede seguir estando presente en Cuba durante muchos años más, tras casi seis décadas ininterrumpidas de un poder omnímodo, de un control absoluto de todo cuanto ha sucedido en Cuba durante estos últimos ya más de 57 años de dictadura.

Fuimos muchos los que, en nuestras adolescencias y juventudes, quisimos ver en aquellos jóvenes barbudos liderados por Fidel Castro la encarnación de una esperanza de libertad, justicia y fraternidad. Por desgracia la realidad de los hechos vino muy pronto a desencantarnos.

La rápida instauración de un feroz régimen dictatorial, la sumisión al colonialismo soviético asumida con la excusa de intentar zafarse del prolongado e injusto embargo estadounidense, la supresión de todas las libertades individuales y colectivas, la represión de la más mínima muestra pública e incluso privada de disidencia, las vergonzosas autocríticas públicas impuestas a escritores y otros artistas e intelectuales cubanos críticos con el régimen, la imposición de un sistema de control policial basado en la delación entre familiares, vecinos o compañeros de trabajo, la práctica habitual de la tortura a cualquier persona supuestamente desafecta al castrismo, las largas penas de prisión impuestas a todo tipo de opositores políticos y también a cualquier persona considerada asocial –por ejemplo, a homosexuales, lesbianas y transexuales-, las extrañas desapariciones y muertes de algunos de los antiguos camaradas de los Castro en sus tiempos de guerrilleros, las muy frecuentes ejecuciones por fusilamiento, así como los más de dos millones y medio de cubanos exilados, no solo políticos sino también económicos a causa del brutal empobrecimiento sufrido por el conjunto de la sociedad cubana, incluso con la pérdida de gran parte de los importantes logros alcanzados por el castrismo en materias como la sanidad y la educación, ofrecen un balance global muy negativo a lo que en sus orígenes sin duda fue un movimiento nacionalista, antiimperialista, emancipador y por tanto revolucionario, con una verdadera voluntad liberadora, pero que desde hace ya muchos, demasiados años, era pura y simplemente una dictadura militar.

No hay ni habrá nunca una dictadura buena. Todas las dictaduras son malas. Lo son por definición. Como es mala la tortura. Como es mala la pena de muerte. Como es mala la censura. Como son siempre malas todas estas pequeñas grandes cosas que hacen que un ser humano no pueda ser un ciudadano y únicamente se le permita ser un simple súbdito, es decir alguien sometido a una tiranía. Da igual el color político o la tendencia ideológica que tenga una dictadura. Lo que resulta no solo sorprendente sino escandaloso es que aún en la actualidad haya fuerzas políticas que defiendan a una dictadura, sea cual sea esta, como sucede ahora todavía con el castrismo incluso en España, donde sigue siendo aún relativamente reciente el recuerdo de la dictadura fascista de Franco.

Aquel viejo zorro rojo que fue Santiago Carrillo, perfecto conocedor de tantas dictaduras, lo tuvo muy claro cuando, ya desde antes de la muerte del dictador Francisco Franco, dijo aquello de “dictadura, ni la del proletariado”, que le valió no pocos reproches por parte de quienes le acusaron entonces de “revisionista”. Muchos años antes, poco después del triunfo de la Revolución Soviética, el ilustrado socialista español Fernando de los Ríos se entrevistó en Moscú con Lenin y éste, requerido sobre cuándo los ciudadanos de la Unión Soviética tendrían libertad, le respondió con una frase tan cínica como reveladora: “¿Libertad para qué?”. Y es que las dictaduras, todas las dictaduras, se basan siempre en la negación de la libertad. Y sin libertad no hay vida humana digna de este nombre.

Aunque el todavía muy joven revolucionario Fidel Castro cerró su alegato de defensa tras el fracasado asalto al cuartel Moncada con la célebre frase de “la Historia me absolverá”, nada ni nadie podrá absolverle jamás como dictador. Ningún dictador merece ser absuelto por la Historia, antes bien merece ser condenado por ella.