Arrancó la hucha petitoria de mis manos y tirándola al suelo me dijo: “No puedo alimentar a mi familia y me pides dinero que llenará de pesetas la cabeza de este ‘negrito’ para que los curas puedan seguir lavándosela por dentro”.

Corría el año 1955 y con mis nueve primaveras había salido del colegio portando mi preciosa hucha de cerámica esmaltada que reproducía la cabeza de un niño negro y la determinante instrucción de pedir dinero a los viandantes para financiar la labor de los misioneros católicos que, según me dijeron, necesitaban ayuda espiritual, humana y material para hablar a los hombres de Jesús y difundir la Biblia.

Este pasado domingo la Iglesia Católica ha celebrado el Domingo Mundial de las Misiones (el DOMUND) que, a pesar de mi declarado ateísmo, yo también rememoro cada año aunque por motivos diametralmente distintos.

Yo celebro que la reacción de aquel individuo que estampanó mi hucha contra el suelo y, sobre todo, las palabras que acompañaron a su violento acto me hicieran meditar en el sentido contrario al de mi escaso bagaje de conocimientos que estaba reducido a la fe ciega en la existencia de un único dios todopoderoso, un cielo para gozar y un infierno para penar, una moral que provocaba sentimientos alternativos de culpa y liberación, aunque este último sólo se consiguiera revelando mis más íntimas miserias a un confesor espiritual -¡con tan sólo 9 años!-, y que estas provocadas meditaciones en aquel lejano día del Domund fueran el preludio de mi desapego total, pocos años después, de cualquier creencia religiosa; y lo celebro encarecidamente.

En mis pensamientos llené de contenido las palabras de aquel angustioso ciudadano y, su afirmación de que el dinero recaudado serviría para “lavarle la cabeza” a los destinatarios del mensaje bíblico, la interpreté como que las  historietas absurdas e irracionales que les transmitirían -como lo habían hecho ya conmigo- tenían como objetivo ineludible lograr una actitud de entregada resignación ante los desgraciados avatares de este “valle de lágrimas” y, sobre todo, ante sus injusticias y desigualdades de forma que permitiera a los poderosos de siempre material y espiritualmente seguir dominando el mundo gracias a la sumisión de la gente. 

Aprovecho la ocasión para agradecerle a aquel anónimo e indignado transeúnte que fuese la espoleta que activase mi independencia de criterio y que considerase con mayor lucidez aquellas creencias incontestables que me habían inculcado sin posibilidad del menor análisis crítico. ¡Si los designios de dios son inescrutables los de las personas son impredecibles!