Si la función determina el órgano, lo que se ha vivido en Cataluña los últimos cinco años, lo que ha definido el proceso independentista, son las palabras. Nada menos, pero nada más. He sostenido, a despecho de ser insultado en las redes y proscrito en los medios de comunicación catalanes, que ni Artur Mas ni Oriol Junqueras ni las propias CUP tenían la menor intención de proclamar la secesión. Y podían, al tener la mayoría parlamentaria. La tienen, en el momento presente. ¿quién les iba a impedir proclamar la DUI? Claro está, eso tenía y tiene sus consecuencias, pero ¿no son tan patriotas catalanes?, ¿no quieren que Cataluña sea una república? Puro teatro. Cobrar sueldazos, vivir de fábula en un cortijo en el que ellos deciden, ordenan y mandan y poca cosa más. Resumiendo, las fuerzas políticas que, en teoría, han agitado las esteladas y las masas de gente que no ha sabido distinguir entre política y costellada, solo buscaban mantener su propio statu quo, su cuota de poder, su supervivencia.

Un proceso hecho a base de frases

De la misma forma, lo que se ha calificado como sociedad civil movilizada por la independencia, léase Asamblea Nacional Catalana, Ómnium Cultural, Asociación de Municipios por la Independencia et altri, han sido puros instrumentos en manos de la clase política anteriormente citada, acabando muchos de ellos con suculentos cargos en la cosa pública. Véase el caso de Carme Forcadell, ex lideresa de la ANC – “President, ponga las urnas” clamaba ella – y actual presidenta del parlamento catalán, con un jugosísimo sueldazo.

Todos éstos se han limitado, como los medios públicos catalanes y los privados, previamente subvencionados por la Generalitat, claro está, a repetir la consigna del día que emanaba de la plaza de Sant Jaume. Ni uno de ellos ha tenido el menor instinto crítico. Ni uno de ellos ha hecho más que obedecer al que mandaba. Ni uno de ellos ha sabido actuar más que en el terreno de la gesticulación, el postureo, los actos pretendidamente históricos, definitivos, que debían servir para traer una república catalana que ni estaba ni se la esperaba.

Hemos tenido que escuchar auténticas enormidades. “Madrid nos roba”, “Cataluña, nuevo estado de Europa”, “Vía catalana hacia la independencia”, “El voto de tu vida”, “Lo tenemos casi a mano”, “El mundo nos mira”, las dos preguntas del símil de referéndum, las elecciones plebiscitarias, la desconexión con España, los instrumentos de estado, las hojas de ruta, fotos y más fotos, declaraciones falsamente solemnes, conciertos, actos, en fin, la de Dios. Pero todo, al fin y a la postre, se ha quedado en un “a ver cómo salimos de éste lío”, que es lo que murmura Carles Puigdemont en círculos muy privados, allí donde el actual President se desahoga y manifiesta su preocupación.

Porque Puigdemont, como periodista que es, sabe que el enorme quilombo del proceso solo se sustenta en puras y simples palabras. Palabras que han servido, ¡y de qué manera!, para ocultar a cierta parte de la población catalana los tremendos hachazos que Mas le pegó al sistema público sanitario en Cataluña, o los brutales recortes en servicios sociales, o el caso de la presunta corrupción de la familia de Jordi Pujol, o el de su propio partido, Convergencia, afectada por el asunto del Palau dela Música o el cobro de comisiones ilegales, el famoso tres por ciento. Palabras convertidas en auténticos sepulcros de la verdad, que han acabado por ahogar a la misma CDC, inmersa en un cambio de siglas dramático, perdiendo votos y afiliados en una sangría imparable. Palabras que han herido también a la sociedad catalana, inmersa en un debate estéril que no se creían ni los mismos que lo promovieron.

Cuando habla el dinero

Porque lo que ha contado siempre en ésta tierra ha sido lo real, lo cotidiano, lo palpable. Los catalanes somos poco amantes de lirismos, es cierto, de ahí que se les vea tanto el plumero a los que se atiborran de grandilocuencia. La mejor prueba de esto es que ni La Caixa, ni Foment del Treball, la patronal más antigua de Europa, ojo, ni empresas como Abertis han dado su apoyo al proceso desencadenado por Mas y sus asesores, una auténtica banda de personajes grises sin talento alguno, y menos para la política.

No se tiene razón por más que TV3 se convierta en el No-Do del proceso o porque las listas negras de periodistas críticos se lleven a rajatabla con un celo que ya hubiese querido para sí el tristemente célebre senador McCarthy. No se va a ganar la independencia – ni nada, si a eso vamos – porque la gente se ponga una camiseta un día al año o porque columnistas a sueldo canten las alabanzas de un puñado de políticos.

La razón se tiene o no. Además, se puede tener y que no te la den, que ésa es otra. Y uno se pregunta, a cinco años vista del inicio de éste asunto, ¿están ahora más cerca de la independencia que entonces? La respuesta es que no. Por muchos organismos ful, como el Consejo Nacional para la Transición, o el Pacto por el Derecho a Decidir. Mas y sus sucesores no han hecho otra cosa que marear la perdiz, taparse las vergüenzas con una bandera y mentir con todas las letras. A los suyos, antes que a nadie.

La gran pregunta, aparte de quien acabará por pagar esta fractura social que no existía, es como se va a gestionar el desencanto de los que creyeron que sí, que ara és l’hora, que la cosa iba en serio. Porque entre los suspiros de alivio de muchos, la indiferencia de otros y la risa irónica de algunos, habrá quien se sienta cabreado. Ahí radica el meollo del problema al que se enfrenta Cataluña en los próximos tiempos. El descontento social de los independentistas que depositaron su fe en una idea que, al final, no era otra cosa que simples palabras. Palabras que se ha llevado el viento de la realidad.