En los últimos meses mucho ajetreo ha habido en los medios de comunicación, acerca de Slavoj Žižek. No conozco en absoluto su obra, y sólo me he leído algún corto artículo, aparecido en la prensa y/o en las redes sociales. Y sin embargo en ese poco, su prosa compacta, psicoanalítica y pedregosa, me ha recordado algo a las abstracciones de Althusser, y al espesor literario e intelectual de los ya muy lejanos años sesenta y setenta. Ahora como entonces, no deja de intrigarme la propensión humana a erigir santones y gurús, y ha encontrar sentido en sus arcanos escritos.

Casi al mismo tiempo un artículo de Muñoz Molina en El País, me ha retrotraído a esas mismas décadas, las de mi paso por las universidades (Complutense y UIB). Años en que la dictadura parecía que se debilitaba, pero en los que lo nuevo tardaba tanto en llegar, que vivíamos en suspenso en un presente que parecía desprenderse del pasado, pero que no parecía tener conexión con ningún porvenir verosímil.

Mi facultad de Económicas de la Complutense era entonces, una especie de enclave extraterritorial de libertad siempre insegura, de una sublevación desatada que, sin embargo, nunca llegaba más allá de los límites del campus. Los muros de la misma estaban siempre llenos de carteles y pancartas, de todo tipo de organizaciones políticas radicales. Y los días de clase, algunos meses, eran más infrecuentes que los de huelgas o asambleas. Evidentemente los derechos de huelga, manifestación y reunión no existían, pero nosotros, los estudiantes, abandonábamos las aulas para concentrarnos por centenares en el auditorio o en el amplio hall (el mismo en el que un día cantó Raimon y se armó la marimorena).

Cualquier clase se podía convertir de repente en una asamblea. El derecho a fumar en todo momento – recuerda Muñoz Molina – se ejercía tan apasionadamente, tan sin fatiga ni tregua, como el de debatirlo todo, cualquier cosa: el programa de la licenciatura, la disolución ¡inmediata! de los cuerpos represivos, la proclamación de la III República, la transición no ya del fascismo a la democracia, sino del capitalismo al comunismo… Visto desde hoy me queda muy claro, que el porvenir hubiera exigido ideas claras, sentido común (yo aún no había leído a Moore) y concordia, “compromise”, consenso. Pero nosotros, jóvenes inexpertos políticamente, vivíamos de abstracciones y repetíamos fantasías y cismas ideológicos de medio siglo atrás. Curiosamente las diatribas más feroces, no se producían entre partidarios y detractores de la dictadura franquista, la inquina mayor era la que se dedicaban entre sí los militantes del partido comunista y otros grupos más a la izquierda: trotskistas y maoístas, a los que les unía su odio a los “revisionistas” del PCE pero que, a su vez, se detestaban entre sí. Había un sectarismo como de catacumbas y de abstrusos dogmas, como los del cristianismo primitivo, una misma necesidad de distinguir entre los puros y los herejes.

Unos y otros escrutaban las Sagradas Escrituras (El Manifiesto Comunista, El Capital, el “Que hacer” de Lenin…) en busca de pasajes que legitimaran sus anatemas y excomuniones. Uno de los manuales más leídos, recuerdo, era “Conceptos elementales de materialismo histórico” de Marta Harnecker (que ¡asombro! también se recomendaba en el PSOE en los años setenta) un breviario tan sencillo y rotundo como el catecismo, o el Libro Rojo de Mao.

Y luego estaba Althusser ¡Ah Althusser! Era como un Padre de la Iglesia, un San Agustín o Tomás de Aquino de la Trinidad Sagrada, Marx, Engels, Lenin. Sus dos libros obligatorios estaban en todas partes, “Para leer El capital” y “La revolución teórica de Marx”. Muchos los leían arrobados y en francés. No los entendían, pero a ver quien era el valiente que lo manifestara.

El 16 de noviembre de 1980 Althusser estranguló a su mujer Hélène, con la que había convivido durante más de treinta años. Althusser, que ya había sido diagnosticado de "desequilibrio mental" en varias ocasiones, e incluso internado en algunos hospitales psiquiátricos a lo largo de su vida, fue declarado irresponsable de sus propios actos e inmediatamente recluido en el sanatorio de Sainte-Anne, abocado al silencio. Allí escribió los textos que se recogen en su libro “El porvenir es largo”, que es una especie de autobiografía, aunque el propio Althusser ponga esto en cuestión al principio, y que se publicó póstumamente. El libro entero es una confesión terrible, un testimonio de exasperación y negrura. En él, el gran experto en Marx, reconoce haber leído “El capital” muy superficialmente, sin comprender gran cosa, disimulando su desconocimiento con palabrería, con vaguedades dogmáticas. ¡Ah nuestra utópica juventud!

Pues eso.