“Un jeu d'esprit”.  Un simple “divertimento”, entre estos conceptos romanos, y el poder y la autoridad, a día de hoy, entre dos de nuestros candidatos en las primarias.

 La otra noche leyendo a Giovanni Sartori, mi pensamiento, siempre falible, me llevó a esta reflexión: <A día de hoy, Susana sigue disponiendo de la “potestas”, pero Pedro ha alcanzado ya la “auctoritas”>.  Y aquí me podría detener, pues muchos ya habrán entendido, el fondo de mi reflexión.

Sin embargo, para aquellos que no estén demasiado acostumbrados a estas disquisiciones terminológicas, me explicaré un poco más.

“Autoritarismo” viene de “autoridad” y fue acuñado por el fascismo, como término apreciativo. Luego, con la derrota del fascismo y del nazismo, autoritarismo se convirtió en un término peyorativo, que significa “mala autoridad”, un exceso y un abuso de autoridad, que aplasta la libertad. Autoritarismo se corresponde, como opuesto, más con libertad que con democracia. “Autoritarismo” es una cosa, y “autoridad” otra cosa totalmente diferente. El sufijo “ismo” separa dos conceptos casi antitéticos.

“Auctoritas” es un término romano. Y para conocer la tortuosa evolución del concepto, bueno es leer a Hannah Arendt. Para los romanos “auctoritas” siempre fue diferente de “potestas” y, para ellos, “auctoritas” estaba estrechamente ligada a “dignitas”. Como señalaba Jaim Wirszubski, académico y teólogo lituano: “es la “dignitas” lo que sobre cualquier otra cosa, dota a un romano de “auctoritas”. Y la “dignitas” implica la idea de mérito, y contiene la idea del respeto inspirado por ese mérito. Si juntamos todas esas ideas, resulta que – al final de una larga evolución histórica – hoy “autoridad” significa, en el uso común, “un poder que es respetado, aceptado, reconocido, legítimo”.

Pero profundicemos un poco más en la distinción entre poder (“potestas”) y autoridad (“auctoritas”). De por sí, etimológicamente, “poder” es un sustantivo inocuo. Tener poder de hacer significa “yo puedo, tengo la capacidad o me está permitido”. Pero se trata de ver con qué medios el poder “manda hacer” ¿Con incentivos? ¿Con privaciones? ¿Con coerción y uso de la fuerza? Cuando se llega a “mandar hacer” amenazando o usando la fuerza, entonces percibimos el poder político en su elemento más característico, de acuerdo con la definición clásica, que daba de él Max Weber: “el uso legal de la fuerza”. Pero ninguna sociedad puede simplemente reducirse y reconducirse, en su orden, a las órdenes que la gobiernan. Para explicar un orden social, hacen falta otros ingredientes, y entre ellos la autoridad. Y la autoridad explica, lo que el poder no explica.

Autoridad, como hemos dicho, es “poder aceptado, respetado, reconocido, legítimo”. La autoridad no manda, influye; y no pertenece a la esfera de la legalidad, sino a la de la legitimidad. Ya lo decían los romanos: la autoridad se basa en la “dignitas”. Y Jacques Maritain, el filósofo católico francés, lo resume en esta conclusión: “Denominaremos ‘autoridad’ al derecho de dirigir y de mandar, de ser escuchado (como también escribía Ignatieff en su obra “Fuego y cenizas”) y obedecido por los demás; y ‘poder’ la fuerza de que se dispone, y por medio de la cual, se puede obligar a los demás a escuchar o a obedecer… Por tener una parte de poder, la autoridad desciende hasta el orden físico; en cuanto autoridad, el poder se eleva hasta el orden moral”.

El ‘poder’ como tal, es un hecho de fuerza sostenido por sanciones, es una fuerza que se impone desde arriba. En cambio la ‘autoridad’, emerge de una investidura espontánea, y obtiene su fuerza del reconocimiento: es un “poder de prestigio”, que recibe de éste su legitimación y su eficacia. De lo que puede deducirse que una “buena democracia”, debe tender a transformar el poder en autoridad, y que el ideal de las fuerzas democráticas, debería ser el de reducir las “zonas de poder”, para sustituirlas por personas y organismos, dotados de autoridad.

Pues eso.