En casa era una norma no escrita, que cuando yo estaba en el despacho, leyendo o escribiendo, nadie entraba a interrumpirme. Mis hijos la respetaron. Luego fueron naciendo mis nietas, y lo mismo. Hasta que nació la cuarta Emma, “El petardo” (en Mayo cumplirá 8 años). Desde bien pequeña, cuando comenzaba a caminar, decidió que las normas, especialmente las no escritas, estaban para incumplirlas. Entraba en el despacho, sin decir nada, sin encomendarse ni a dios ni al diablo, se sentaba en mis rodillas, y me pedía que le enseñara mis fotos (cientos) de montaña, y le explicara lo que se veía en ellas. Cuando ya conocía la mayoría de los picos, y el nombre de mis compañeros de cordada, se fue aburriendo del tema. Así que comenzó a interesarse por las múltiples pipas esparcidas por mi mesa. Me pidió que le enseñara como se carga una pipa, como se introduce el tabaco por tercios en la cazoleta: el primero apenas presionado por el atacador, el segundo un poco más presionado, y el tercero presionado casi a tope. Luego quiso saber como se encendía la pipa con las cerillas. Hoy ya es una experta, que me las prepara y me las va pasando listas para fumar.

Cuando comenzó a enlazar las letras, jugábamos a que habríamos un Word en la pantalla del pc, y yo le iba indicando las teclas que tenía que pulsar. Ahora ya escribe bien y lee mejor, así que también ha superado ese estadio. Últimamente ha comenzado a interesarse por las plumas estilográficas, que yacen enterradas en los cajones; así como por unos extraños papeles doblados que yo llamo sobres, y por unas extrañas hojas en blanco de papel, timbradas con el nombre de su abuelo. No me ha sido nada fácil explicarle el porqué de esas extrañas cosas. Para que lo entendiera, hace un tiempo le escribí una carta a mano, a la antigua usanza, a la dirección de su casa. Y ahora jugamos a escribirnos cartas sin salir del despacho. Toma una hoja de papel, escribe cualquier cosa, la mete en un sobre, y me lo pasa. Yo le respondo de igual manera. Y así una y otra vez, hasta que le digo que ya tengo que volver a mis lecturas y escritos. Entonces, siempre sin poner mala cara, se va al salón a jugar con su hermana y/o sus primas, con esos raros artefactos, que a ella no le acaban de interesar del todo, pero que maneja como una experta, que se llaman móviles, tablets o que sé yo.

Pero escribo todo eso, porque el interés de “El petardo”, ha desatado mi nostalgia por los viejos tiempos de las cartas de papel. Un periodo que imagino que algún día, se estudiará en las Facultades de Comunicación, como la última década de la Historia sin correo electrónico: la época en que las cartas de papel, escritas a mano o a máquina, iban y venían, con sus sellos pegados, en sacas de correos. Cartas deseadas, no extractos bancarios que, por otra parte, también ya están desapareciendo. Papeles que se habían preparado, tocado, doblado, por los que se había pasado la lengua, para mojar la cola del sello y el cierre del sobre. Objetos físicos que ya por si mismos, al margen de su contenido, sólo por tu nombre  escrito en el anverso, significaban: “me acuerdo de ti”. Un recuerdo sólido que se podía coger con las manos, oler, estrechar contra el pecho, besar.

Éramos gente de papel y pluma. Yo escribía con tinta negra con mi vieja y querida Montblanc, con su característica estrella blanca de varias puntas, que ahora Emma rescata con frecuencia, del cajón en que yace. Otros, sin embargo, te escribían con tinta verde o roja, de manera que antes de abrir el sobre, ya sabías quien era el remitente. Con esas antiguas armas, nos enfrentábamos a la tarea de guardar los recuerdos. A día de hoy, cuando cualquiera va armado con un telefonino al que llaman inteligente, en el que se puede confiar para sacar infinitas fotos, de una calidad garantizada, grabar incluso videos, y dejar registradas todo tipo de conversaciones, aquellos tiempos parecen ciertamente un mundo primitivo.

Y sin embargo algunos ¡qué poco necesitábamos de esa modernidad!