En El País. Babelia (14.11.2015) comentó el gran Antonio Muñoz Molina, el libro del escritor argentino Sergio Chejfec “Últimas noticias de la escritura”, que me llevaron a estas reflexiones.

Justo en estos tiempos, inmersos en el vértigo acelerado de lo digital, cuando escribimos palabras casi fantasmales sin tinta, sobre un rectángulo blanco que asemeja una hoja de papel (ah, como añoro mi estilográfica Montblanc), cuando es suficiente un golpe equivocado sobre una tecla, para que se nos borre todo lo que hemos logrado generar con tanto esfuerzo, Chejfec reflexiona en su libro, sobre el lado material de la escritura y la lectura, recordando un mundo que aparentemente se extinguió hace mucho tiempo, pero que en realidad ha durado, hasta bien alcanzada nuestra edad adulta.

Aprendimos, los de mi generación, a escribir rellenando incesantemente cuadernos de caligrafía con rayas paralelas. Luego escribimos con ruidosas máquinas mecánicas y, algo más tarde, en grandes cacharros eléctricos en los que, en cuanto nos descuidábamos y presionábamos algo de más una tecla, se disparaba un tableteo de ametralladora.

Hoy lo instantáneo silencioso, y la lisura sin tacto e inodora de lo digital, disparan en nosotros la añoranza y remordimiento, de no estar trabajando con las manos, la envidia que sentimos al visitar el lugar de trabajo, el taller, el estudio de un artista (tengo varios primos/as y “sobrinas” por parte de ellos, que son pintores/as) con esa atmósfera tan especial de viejo lugar, en el que se pintan, cortan, tallan y se manipulan cosas. Escribir, soñamos, se tendría que parecer más a una de esas tareas. Cómo se pareció en otro tiempo, en el que empleábamos tinta, papel, se producían borrones, nos veíamos obligados a tachar frases, y hasta párrafos enteros, cuando nos parecían inapropiados o escasamente literarios, rompíamos hojas y volvíamos a empezar... Cada uno de nosotros, ebrios de escritura, teníamos nuestro tipo de papel preferido, nuestras libretas de notas favoritas, que palpábamos y olíamos con fruición.

Los ojos no dejan nunca huella al recorrer líneas de escritura, pero al menos en un libro impreso, de papel, los lectores podemos marcar la constancia de nuestra relación con lo leído (subrayando, anotando) “pruebas de la conversación con los difuntos”, a la que alude Quevedo en su soneto a la imprenta. Yo lo hago mucho en mis libros, quizá demasiado, pues luego familiares y amigos, me dicen que les resulta difícil leerlos, sin dejarse influenciar o marear por mis anotaciones y subrayados.

En la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, comenta Muñoz Molina, la presencia de Borges está fijada en sus anotaciones y subrayados a los libros que leyó. Y en su libro sobre Lucrecio, El Giro, Stephen Greenbjatt cuenta una historia que seguro que le gustaría a Sergio Chejfec: hace unos años se subastó un ejemplar de De rerum natura impreso hacia mediados del siglo XVI, lleno de subrayados y notas, del que, por la caligrafía y el tono de las anotaciones, se comprobó con toda certeza, que ese era el ejemplar que había poseído y leído infatigablemente Montaigne.