El pobre no ha conseguido que hablen bien de él ni siquiera después de muerto. Caza mayor en el corazón del Valle de los Pedroches: el miércoles a primera hora de la mañana el insigne cazador y extravagante banquero Miguel Blesa se cobraba su última pieza. Esta vez no se trataba de un jabalí ni de un cliente, sino de un hombre. El banquero desbancado. El cazador cazado. Esta vez, la caza era el cazador y el cazador era la caza.

Más allá de los insultos vertidos en las dichosas redes sociales por los anónimos ceporros que nunca descansan, en las tertulias de la radio y en las columnas y comentarios de la prensa no ha habido ni una pizca de misericordia pública con Miguel Blesa.

Tal vez las cosas no puedan ser de otra manera en estos tiempos regidos por la ley de hierro del espectáculo, pero estremece hasta el escalofrío ver la generalizada falta de compasión ante quien, se mire como se mire, a esas horas había dejado de ser de modo fulminante el expresidente de Caja Madrid, el amigo de Aznar o el condenado por las tarjetas black, para pasar a ser humo, polvo, sombra nada. Un hombre acabado.

En las horas inmediatamente posteriores a la muerte de Blesa, deberíamos haber parado un poco y poner freno a nuestro afán justiciero. El propio Blesa ya había hecho, y sin duda con trágico exceso, justicia sobre sí mismo. Deberíamos habernos mostrado un poco más clementes: ante su cadáver aún caliente, bastaba con decir que fue un hombre que se equivocó gravemente y que, por propia mano, acababa de pagar con creces sus errores.

Salvo que se trate de un monstruo en toda la extensión de la palabra, tratar a un muerto como si todavía estuviera vivo tal vez no sea una infamia, pero está bastante feo. Es como si de pronto hubiéramos olvidado lo que siempre supimos, que en la vida hay líneas rojas que no debemos cruzar: pues bien, la muerte es la más roja de todas las líneas rojas. De hecho, es La Línea Roja por antonomasia.

Dice Don Quijote en cierta ocasión a Sancho: “Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones”. El bondadoso caballero lo decía a propósito de impartir justicia, pero su recomendación es aún más oportuna si cabe dicha a propósito de la muerte, ya que no hay pena ni suplicio mayor que ella. Descanse en paz Miguel Blesa de la Parra (1947-2017).