Hubo un tiempo en que mi altocargo fue jaenero y, la verdad, todavía le quedan en el alma piedras lunares. La cosa empezó mal. Un militar de ringorango que había por allí le dijo: aquí estamos los que hemos fracasado en otros sitios. Decidió que no lo había oído y se fue al periódico a escribir tipo García Márquez (entonces todos queríamos ser Gabito) sobre el mar de los olivos y la melancolía de los perros callejeros. Muchacho, le dijo el gerente, un tipo encorbatado que manejaba estilográfica con gran soltura, usted es un artista. Y le entregó el primer cheque de su sueldo.

Así nació una complicidad que duró todos los años que siguieron hasta que un infarto le fulminó en pleno día y en pleno centro de la ciudad. Seguramente una muerte adecuada a los  nuevos tiempos de las ventajas competitivas que  empezaban a ser ya las escuelas de negocios. Aquel gerente dejó un sobrino, aquel sobrino se hizo mayor y acabó siendo un  joven empresario de éxito.                

Cada vez que mi altocargo vuelve a Jaén se citan  en el callejón de los borrachos, se beben unas cervezas con pan mojado en aceite y bacalao, se repasan las familias y al final siempre cae una copa o dos en memoria del tipo de la estilográfica. De pronto un maldito wassap hace tres meses: han detenido a fulanito; de pronto una maldita foto de fulanito esposado. De pronto la misma sensación de desconcierto y desamparo que aquella mañana del infarto.

Al parecer un presunto fraude en algunos contratos públicos, al parecer en complicidad con un político de la Junta, dice la policía en su nota oficial con el pedazo de sello del ministerio del Interior. Ya sabemos lo que ocurre después de las detenciones con esposas y de las notas con el pedazo de sello del ministerio del Interior: la ciudad se zambulle en un rumor de bocas torcidas; los políticos se lanzan a degüello a los micrófonos y a las cámaras con afán justiciero y la imagen del joven empresario de éxito al que todos abrazaban ayer ha sido destrozada en minutos. Y la vida sigue, al día siguiente hay que seguir llevando los niños al colegio.

Un puñado de meses después resultó que el juez no vio culpabilidad por parte alguna y la acusación policial, escrita con gran abundamiento de fechorías y maldades, quedó convertida en humo y aire. Asunto sobreseído. Y después la más pura nada. Los políticos no acuden a ningún micrófono a pedir disculpas, los policías que redactaron la nota criminal no se apresuran a redactar una nota de disculpas, el ministerio del Interior es puro silencio. La vida y la reputación del joven empresario de éxito ha sido destrozada por (en la más inocente de las versiones) un exceso de celo profesional. Aquí no pasa nada, al día siguiente hay que seguir llevando los niños al colegio.

A mi altocargo se le coge un pellizco en el estómago cada vez que se cruza con una toga o con un uniforme. Nunca le pasó nada bueno cuando se le pusieron por delante. Ya hace tiempo que dio por abolida y muerta la presunción de inocencia gracias a la estupidez de los políticos, por cierto sus principales víctimas. Ahora le resulta inconcebible el desamparo de los ciudadanos ante la divulgación sin control y con absoluta impunidad de estas malditas notas del maldito ministerio del Interior que condenan de antemano a los investigados a mayor gloria mediática de la policía, con  esas detenciones pensadas para las escaletas de los telediarios. Ciudadanos tratados como asesinos o terroristas. Esta es la maldita cuestión.

Mi altocargo me enseña la foto del joven empresario de éxito esposado y se lo llevan los demonios. Amore, me dice con amargura, y lo peor es la maldita indiferencia. Esta cómplice y maldita indiferencia de todos. Creo que me lo voy a llevar de escapada, aunque sea a Arcos, a ver si se le pasa el sofocón.