Mi altocargo ríe con maliciosa complacencia (no sé si conmigo o de mí) cuando le hablo de un cuento que no escribiré nunca. Un hombre de mediana edad empieza a ver cosas extrañas: matrículas de automóviles que se repiten allá donde vaya; personajes que se parecen en serie: la camarera del vagón bar del ave tiene la misma cara que la directora de una editorial de Barcelona; el director de la sucursal de su banco en un pueblo del Aljarafe es el mismo tipo que el jefe de mesa de un restaurante de Huelva.

A veces tiene “dejá vu” tan precisos y duraderos que le producen una sudorosa sensación de pánico. La primera vez que fue a Madrid, siendo un chavea, se encuentra a uno de su pueblo en plena Gran Vía que también (dijo) había ido allí por vez primera. En una ducha de un camping de Venecia se topa con la desnudez enjabonada de un concejal de la ciudad donde vive. En Miami ve doblar la esquina a un colega de profesión, que se esfuma en el aire. En el zoco de Fez, su vecino de toda la vida aparece de pronto entre un laberinto de alfombras.

Las mujeres a las que ha amado (como en el sobrecogedor show de Truman) han sido producidas industrialmente a tal fin: nunca hubo poesía (anoche invité a un hombre a cenar/no quiso mirarme a los ojos/cenó en paz). Nunca hubo deseo sino sexo prefabricado (con mi brazo cosido a tu espalda/no tengo por qué mirarte/los ojos no me hacen falta). Nunca se produjo aquel flechazo en la barra ciega de un pub de madrugada: todo fue atrezzo y guión, incluso ella.

Sus éxitos profesionales han sido concebidos como una escaleta, sus colegas fingen con escaso entusiasmo admiración o rencor; sus amigos se van sucediendo, cronometrados para cada tramo de su vida; las muertes y los nacimientos se suceden ajustados a la lógica de un tiempo previsible. Sabe que está solo, absolutamente sólo en el universo pero no se atreve a preguntarse por qué.

Sostiene mi altocargo, no sin sorna, que mi personaje está como un cencerro y que en realidad lo que tiene un ego que se lo pisa. Le pasa lo que a otros muchos idiotas, tesorillo, y si no fíjate en ese espanto de Trump. Podría ser un final para tu no-novela: el gringo panocho ha apretado el botón nuclear, el mundo ya no existe salvo una imponente destrucción y tu héroe no es más que el sueño del sueño de alguien que ya no existe, como Borges ya había descubierto.

Fue decir esto mi altocargo y toparme con una frase de Scott Fitzgerald: “todos los dioses han muerto, todas las batallas fueron libradas, toda fe en el hombre quebrantada está”. Y nos quedamos mirándonos en medio de la desolación, como si las luces del plató de la vida se hubieran apagado para siempre.