Acaban de condenar a siete años de prisión a un catedrático de la Universidad de Sevilla. Y lo han condenado por algo sucedido en los pasillos y los despachos de la Universidad. Dicen los periódicos que el juez ha condenado a Santiago Romero por abusar sexualmente de tres jóvenes profesoras de su departamento, y es verdad. Pero hay algo más.

Los abusos sexuales son evidentes y los detalles desagradables, pero no deben esconderse. El catedrático Romero, aprovechando las visitas a su despacho o cuando se cruzaba con las profesoras por el pasillo les agarraba los pechos, les toqueteaba la parte interior de los muslos y la entrepierna, se frotaba contra sus nalgas, les lamía el cuello, las besaba en la boca y cosas por el estilo, todas sucias y avasalladoras. Siempre, por supuesto, sin el consentimiento de las acosadas.

El catedrático Romero se permitía esos ataques a la integridad de las profesoras porque es un hombre. Y el acoso de los hombres a las mujeres es algo constante en la sociedad, a todos los niveles. Pero también porque es catedrático y era el Decano de la Facultad de Educación y de él dependía el futuro profesional de las jóvenes.

Este caso pone de manifiesto que la sexualización de la mujer, la cosificación, el abuso machista existen en todas las capas de la sociedad. Desgraciadamente sigue siendo algo casi consustancial al ejercicio del poder por muchos hombres. Pero también pone de manifiesto cómo la Universidad sigue siendo a menudo un ámbito ajeno a los requisitos mínimos del Estado de derecho.

En muchísimos departamentos universitarios de nuestro país –de cualquier rama y en cualquier ciudad- el ejercicio del poder se realiza aún de manera arbitraria. En ellos existen unas jerarquías intensas que deciden el futuro de la institución y de las personas al margen de toda norma jurídica. De modo más o menos disimulado rigen valores como la sumisión, la impostura o la lealtad personal, por encima de la capacidad y el mérito profesional.

El profesor Santiago Romero se permitía sus abusos machistas porque de él, y sólo de él, dependía el futuro de las jóvenes profesoras. Que las recién llegadas a su departamento pudieran publicar artículos, participar en grupos de investigación o dirigir tesis doctorales dependía de él. Que consiguieran o no un contrato de Estado, dependía de él y de su simple voluntad. Se permitía una conducta indecente no sólo porque era un guarro, sino porque tenía un poder de decisión tan real como ilegítimo.

En la mayoría de departamentos universitarios de España la situación es similar. Seguramente no se suele llegar al nivel de los abusos sexuales, pero con demasiada frecuencia el progreso académico no depende sólo de la calidad de los nuevos profesores, sino muy especialmente de su sumisión a estas jerarquías de hecho. La situación suele ser peor cuanto más pequeño y más antiguo es un Departamento: años de corrupción hacen que sea habitual que la carrera profesional de los miembros del departamento dependa desde su inicio de los catedráticos más antiguos, con quienes se guarda una relación de deuda y lealtad que les permite tomar prácticamente todas las decisiones relevantes. Incluidas las contrataciones.

Por supuesto esto no sucede en todas las ocasiones de manera tan cruda. Pero es algo latente en el ambiente universitario y que, con mayor o menor intensidad, impregna prácticamente todas sus instituciones.

Diez profesores y compañeros del catedrático Romero declararon que los abusos sexuales nunca habían existido y que ese supuesto poder era imaginación de las profesoras abusadas. No lograron engañar al juez, pero sí –parece ser- al rectorado de la propia Universidad. Los profesores y catedráticos que integraban el Gobierno de la Universidad no apreciaron ningún tipo de abuso de autoridad. Pese a los indicios evidentes, ese rectorado decidió tratar por igual al acosador y a sus víctimas. Se lavó las manos. No le dio valor a los daños psicológicos diagnosticados que sufre algunas de las víctimas ni le pareció convincente el hecho de que tuvieran que abandonar su carrera académica. Así que no adoptó ninguna medida preventiva y se quitó la patata caliente enviando el asunto a la fiscalía.

Ojalá esta sentencia sirva como toque de atención para esas instituciones tan eficientes cuando se trata de castigar a un alumno que ha roto una puerta y tan ciega frente a los abusos sexuales padecidos por tres jóvenes profesoras.

Y si la sociedad española tiene un cáncer que es el machismo y la violencia contra las mujeres, la Universidad tiene su propio cáncer: la corrupción, el nepotismo y la arbitrariedad en su gestión interna.