Cada veinte de noviembre, grupos de nostálgicos del franquismo, ultraderechistas y –directamente- nazis pasean tranquilamente por nuestras calles consignas y símbolos fascistas: banderas preconstitucionales, retratos del dictador, yugos y fechas, canciones… incluso saludos fascistas con el brazo en alto. En esas fechas siempre hay quien pide que se ilegalicen, pero por ahora no ha sucedido.

Por otro lado, cada vez que un preso etarra fallece o es liberado se organiza un funeral en el que suenan himnos, flamean banderas y bailan los bertzolaris. Estos homenajes, sin embargo, a menudo sí que se prohíben. Incluso se persigue criminalmente a quienes en tales homenajes elogian en exceso a los protagonistas o alaban de algún modo la lucha armada. Tal vez haya quien piense que hay una doble vara de medir.

Al mismo tiempo, con la popularización de las redes sociales en las que cualquiera puede emitir, incluso de forma anónima, mensajes con millones de receptores potenciales, se dispara la posibilidad de ofender; y de nuevo parece que no todo se castiga igual. Hay twiteros perseguidos criminalmente por hacer un chiste negro sobre cualquier víctima del terrorismo, incluido el ínclito Carrero Blanco (fascista, llamado a suceder a Franco como cabeza del régimen dictatorial). Otros, en cambio, hacen chistes de pésimo gusto sobre los desparecidos que siguen en las cunetas o, simplemente, se mofan de la muerte de adversarios políticos sin que los jueces o fiscales consideren necesario actuar.

Hay quien cree que esta disparidad se debe a alguna insuficiencia en la ley. De ahí han surgido iniciativas destinadas a castigar más y mejor lo que llaman 'delitos de odio'. Creen que es necesario perseguir así la difusión de ideologías racistas, homófobas y similares. De hecho, es lo que sucede en países como Alemania o Francia, que castigan con penas de cárcel la negación, incluso en trabajos científicos, de la realidad del Holocausto nazi.

Aunque la reivindicación de esta extensión de los delitos de odio (y de opinión) surja a veces de las filas que se califican de progresistas, en verdad responde a una visión totalitaria; es una amenaza a la libertad de expresión y al derecho a la disidencia.

Eso, sin entrar en el hecho de que aumentar los castigos penales rara vez resulta eficaz para cambiar tendencias sociales; o en el de que el propio Tribunal Constitucional ha dicho que en nuestro país es inconstitucional castigar la mera expresión de una idea, incluida la negación del holocausto; o incluso en que es algo que ya aparece en el código penal que actualmente castiga incluso a quien menosprecie” a las victimas de delitos racistas, homófobos, xenófobos o similares.

La realidad es que si hay disparidad de tratamiento entre unas opiniones y otras en razón de su sesgo ideológico eso es simplemente un reflejo de la ideología dominante entre jueces y fiscales. Si entre la judicatura y la fiscalía son mayoría quienes creen que las únicas víctimas que merecen respeto son las del terrorismo etarra, pues castigan más los excesos verbales contra ellas que contra el resto.

Y esto es algo que debería hacernos reflexionar. Siempre que se usan las normas penales para perseguir opiniones dañinas, al final pasa lo mismo; que se convierte en un modo de perseguir al disidente. Así, incluso los regímenes más supuestamente democráticos, imponen medidas totalitarias. En Alemania, por ejemplo, las normas de este tipo llevaron a la prohibición del partido comunista, avalada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En Francia a encarcelar a un cómico que le dio un premio simbólico a un conocido profesor antisemita.

La solución más democrática es la contraria: la de permitir cualquier opinión que no implique un daño real e inminente a otras personas. La única manera de que una sociedad sea realmente libre es evitando que nadie determine qué ideologías son legítimas y cuáles no.  Es lo que sucede, por ejemplo, en los Estados Unidos. Allí los desfiles facistoides como los de nuestros franquistas se conocen como Skokies, por el nombre de la Sentencia del Tribunal Supremo que determinó que prohibirlos sería contrario a la libre expresión. Igual que no puede castigarse la quema de una bandera norteamericana, por mucho que le moleste a Trump. La idea es que ninguna ideología delinque, que todas las ideas deben poder expresarse como tales para permitir a la ciudadanía formarse su propio criterio. Sólo se prohíben las acciones. Uno es libre de defender el racismo, pero no de realizar actos racistas.

Eso, naturalmente, supone asumir el riesgo de que haya manipuladores capaces de meter ideas homófobas o xenófobas en las mentes de la población. Pero a cambio impide que nadie imponga su ideología como la única permitida.

Durante la segunda guerra mundial, la obra apologética de Hitler 'Mein Kampf' nunca estuvo prohibida en el Reino Unido. Cuando se le preguntó el porqué a un político británico, respondió: “Si un libro pudiera volvernos nazis ¿de qué nos serviría ganar la guerra?” Pues eso.