La reciente comparecencia pública en Madrid del actual presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, constituye una nueva muestra del errático y zigzagueante rumbo emprendido estos últimos años por el nacionalismo catalán con su deriva secesionista. Una vez más asistimos a un nuevo cambio en el rumbo, a un nuevo ejemplo que demuestra hasta qué punto el independentismo catalán se mueve desde la improvisación constante, mientras choca una y otra vez con el muro, que por serlo es sordo, ciego e insensible, de un Gobierno español que ni tan siquiera quiere escucharle. La ausencia absoluta de miembros o representantes del Gobierno en funciones que preside Mariano Rajoy es una demostración palmaria de esta actitud cerril, gracias a cuya persistencia el secesionismo catalán sigue creciendo. 

Como escribió hace ya años Jon Juaristi respecto al nacionalismo vasco, el nacionalismo catalán vive anclado también en su propio bucle melancólico. Se trata de ese incesante día de la marmota, ese interminable viaje a ninguna parte, esa hoja de ruta mutante, ese seguir jugando siempre con el mismo juguete, ese incesante juego de la oca en el que uno se ve condenado a volver repetidamente a la casilla de salida… Y todo ello siempre con melancolía, con añoranza de un pasado que jamás existió, una especie de paraíso perdido que se sueña recuperable aunque se sabe inexistente.

Este bucle melancólico, basado en emociones, sentimientos e incluso simples ilusiones, en realidad es una ensoñación instintiva y pasional, poco o nada racional, y por consiguiente difícilmente combatible desde argumentos racionales. Que todo ello haya cuajado como ha cuajado en la sociedad catalana estos últimos años no es, como dicen algunos, un simple fruto de la propaganda secesionista realizada desde importantes medios de comunicación públicos y privados, en un contexto de grave deterioro social provocado por la crisis económica. Es también, y tal vez por encima de todo, la respuesta de amplios sectores de la sociedad catalana a la cerrazón sistemática del Gobierno del PP, y del mismo PP cuando estaba aún en la oposición, frente a demandas que el catalanismo político más transversal había planteado.

Y así seguimos en Cataluña, en este inacabable bucle melancólico convertido en una enfermedad ya crónica, en una suerte de extraño soliloquio solipsista curiosamente compartido, en una especie de rarísimo autismo colectivo que condena al conjunto de la sociedad catalana a sentir nostalgia por un pasado que nunca existió y a desear un futuro que no llegará jamás. Desgraciada e incomprensiblemente perdida la posibilidad de un nuevo Gobierno de España que fuese capaz de enfrentarse a este grave problema de Estado con verdadera voluntad de diálogo y negociación, el bucle melancólico catalán tiene garantizada su supervivencia durante unos años más. Como mínimo, tantos como tardaremos a tener en España un Gobierno de progreso.