“No se puede mover nada en la música. ¡Todo tiene que suceder por sí solo! Por encima de la voluntad”, expresa Oleg Karavaichuk en un momento dado ante su piano. Palabras que en cierta manera pueden servir para trazar una aproximación al espíritu con el que Andrés Duque se ha acercado la figura del intérprete ruso. Oleg y las raras artes es el resultado de una fascinación, la que siente el cineasta por el octogenario pianista, el único a quien se le ha permitido tocar a diario el gran piano del museo del Hermitage en San Petersburgo. De ahí que, lejos de las estrategias al uso del documental biográfico, el director ha optado por dar voz al retratado, dejando que este marque las directrices de la película con su testimonio, sus pensamientos, su actitud, sus gestos.

Oleg Karavaichuk no es solo esa figura de aspecto extravagante, con una gran boina ladeada de la que salen sus largos cabellos, y pequeña estatura acercándose desde el fondo de un pasillo del Hermitage hasta la cámara en el plano fijo que abre la película; esa figura que una vez que se ha detenido ante el objetivo expresa, con una voz casi susurrante y gesticulando al mismo tiempo, que cada vez que entra en el museo y se pone a tocar “vuelvo a ser como soy”, para manifestar después su incomprensión por la ausencia de Putin en el concierto que dio para celebrar el 250 aniversario del Hermitage; sino un hombre entregado en cuerpo y alma a su música, un ser que desprende una aureola enigmática y ambigua acentuada por sus propias contradicciones. De hecho manifiesta su sufrimiento al ver una película para la que compuso su banda sonora y en la que se narraba el asesinato del zar y su familia a quienes admiraba, como en otros momentos alaba la figura de Stalin. Pero quizá poco importan estos detalles

El cineasta no solo filma las improvisaciones pianísticas de Oleg, porque en ningún momento interpreta piezas conocidas, tratando de captar el momento creativo, a veces por medio de planos generales, otras con primeros planos de sus manos, sino que muestra al pianista en el barrio donde vive, Komarovo. Un barrio rodeado de bosques y cuyas dachas donó Stalin a los artistas. Allí Oleg señala el tronco talado de su abeto favorito que quitó su vecino para construir una sauna. Por comodidad, dice el anciano pianista, también un mal para el arte, porque a todo el mundo le gustan las melodías cómodas, al contrario que las suyas. “¿Para que va a necesitar la música clásica una melodía incómoda? A nadie se la puedes enseñar”, dice.

Duque sigue después al viejo pianista durante un paseo por el barrio en el que este va señalando a la cámara las casas donde vivieron otros artistas célebres de la época. Como también entran en el interior de una casa abandonada donde hay una biblioteca, un libro de astronomía en un marco de la ventana, otro de Lenin en el suelo o el retrato fotográfico de una actriz de aquellos tiempos, Inna Kmit. Los restos de un naufragio, el de un pasado, al que también pertenece el propio Oleg.

Aparte de estos apuntes, que el film aún contiene muchos más, Oleg y las raras artes trasciende más allá del clásico concepto de documental para constituirse en una pieza de cámara en la que se combinan música, testimonio, poesía y performance. Porque Oleg, a su manera, es un performer en sí mismo ya que su cuerpo, tal como se muestra ante el objetivo, es una extensión de su arte. Hasta forma parte de su actuación, como ha sido siempre ante el público, tal como dejan constancia los diversos videos de sus conciertos que se pueden ver en internet. Porque Oleg es cuerpo y alma. Y eso es, simplemente, lo que capta con gran sencillez Andrés Duque.

De ahí que se pueda aventurar que Oleg y las raras artes sea la gran actuación, pero también la última, de un ser entregado a su arte, ya que falleció en el pasado mes de junio, cuando la película comenzaba a recorrer el circuito de los festivales. Pero por encima de todas estas apreciaciones, el documental de Andrés Duque, además de un canto al amor por el arte, por el cine, es una experiencia única que cada uno degustará a su manera.