Después de una película como La isla mínima, Alberto Rodríguez tenía varias opciones a la hora de plantear su siguiente proyecto, entre ellas, o acomodarse y aprovechar el éxito con otra película cercana a ella, o bien seguir, como viene haciendo desde sus inicios, explorando el medio cinematográfico a través del género. Por fortuna, ha optado por la segunda vía para realizar El hombre de las mil caras, una película ambiciosa que no debe ser vista como un trabajo de plenitud tras sus obras anteriores, como una llegada, sino como un paso más.

“Ésta es una historia real, pero como todas las historias reales hay alguna mentira porque ésta es la historia de un mentiroso”.

Por primera en su carrera, Rodríguez ha tomado la realidad como punto de partida de la narración. Si bien Grupo 7 se desarrollaba en un contexto muy específico al que comentaba tan directa como indirectamente, en El hombre de las mil caras es la primera en la que crea una ficción –no se debe olvidar esto- a partir de unos sucesos reales. La cercanía de estos es posible que ocasione comentarios sobre la veracidad o falta de ella en relación a lo que narra la película. Decimos esto por la tendencia cada vez más acentuada de desacreditar trabajos de ficción al no entender los mecanismos que la rigen, esperando ver en pantalla aquello que se considera real antes que plantearse el trabajo narrativo, la mirada sobre esos sucesos, qué se quiere transmitir a partir de ellos, cómo se elabora la imagen y su discurso.

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El hombre de las mil caras está narrada en voz en off por Jesús Camoes (José Coronado), piloto de avión, amigo y colaborador de Francisco Paesa (Eduard Fernández) en la película. Ya desde el inicio, brillante en su tono y ritmo, deja claro que es una historia filtrada por la mirada de quien es de todos los personaje el más alejados de las esferas de poder. No es una elección caprichosa, implica una visión particular, desde fuera, con cierta fascinación por el juego, por ser parte de él. Rodríguez, a partir de esa mirada, construye un relato que avanza con un ritmo magnífico, con las paradas necesarias en momentos determinados, pero concibiendo la narración desde una dinámica narrativa que busca más el transmitir un tono, proyectar unas sensaciones, que el explicar cada elemento de la trama. Esto no quiere decir que Rodríguez no profundice sobre los expuesto, todo lo contrario. Lo hace a través de unas imágenes cuya construcción tiene la virtud de parecer sencillas, cuando en su interior se va elaborando, a través de los encuadres, de las miradas y los gestos de los personajes, un tono oscuro sobre un grupo humano al que define cada uno de sus actos.

Rodríguez, y junto a él de nuevo Rafael Cobos como guionista, parecen concebir los sucesos reales como una farsa, y así han planteado la película. Combinando en ocasiones imágenes reales con la ficción, lo que el cineasta ha llevado a cabo es una mirada alrededor de los mecanismos, tanto fuera como dentro de la pantalla, de la creación de una ficción, planteando con sus imágenes cómo una historia llena de aristas y de tramas en la realidad puede convertirse en película sin con ello ocasionar que pierda su naturaleza. Que algo así sucediese, que hubiese durante tantos años –y sigue habiéndolos, claro- personajes como Roldán o Paesa, entre otros tantos otros, haciendo lo que querían y robando lo que quisiesen, es posible que supere la ficción, pero cuando ésta da forma al relato, entonces, surge extrañamente la esencia de la máscara de una realidad que esconde un mundo no solo oscuro, también mezquino y lleno de podredumbre.

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Porque los personajes de El hombre de las mil caras, casi sin excepción, muestran su falsedad como personas; pero también que bajo todo el oropel y los millones, lo que había en realidad era unos seres desgraciados, incapaces algunos de mantener una vida íntima, otros huyendo de lo que son más que de lo que han hecho. Todos dentro de una maraña orquestada por un hombre que fue creando una narración, utilizando a todos como personajes de una ficción a la que dio forma. El problema es que esa ficción representa lo que representa, la corrupción de un país. Una corrupción que hoy sabemos casi endémica, que no está simplemente basada en el robo y la malversación de fondos, que también, sino a su vez en una construcción social que es pura máscara, pura falsedad. Pura mentira. De ahí que ese narrador que parece ver las cosas desde fuera, aunque él se crea que está dentro, resulta tan acertada, sobre todo en su conclusión, cuando queda claro cuál es su sitio, su lugar en el mundo. Un simple espectador.

Rodríguez ha sabido en El hombre de las mil caras construir un thriller político fascinante con el que ha pretendido no solo resultar entretenido, sino también seguir trabajando el género desde una postura diferente, rompiendo con lo anterior, asumiendo que el verdadero autor es aquel que busca para cada historia, para cada película, un estilo y un tono particular, no aquel que repite tics en busca de dejar su firma en cada película. Así, en esta ocasión, ha optado por una narración de ritmo magnífico, con detalles en apariencia sin importancia –unos pendientes, una equivocación sobre una pieza músical, un cuadro que nunca acaba de estar colgado…- para dar consistencia a los personajes y, a través de ellos, a la trama. Al mismo tiempo que ha concebido la película como un flujo narrativo de imágenes y música –estupenda banda sonora de Julio de la Rosa- que crean una atmósfera sensorial que no solo no ahoga al relato, sino que le da sentido y profundidad. 

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