Nuestro llegada a Ioannina vino precedida de un pinchazo en carretera. Varios coches nos pitaban y nos hacían gestos. Pensamos que nos pedían que nos apartáramos. Al final entendimos que nos estaban indicando algo. Teníamos un clavo en una rueda. Un matrimonio nos ayudó a cambiarla. Mejor dicho, a las órdenes de la mujer, el marido se tiró por los suelos y nos solucionó el problema. Les hicimos mil reverencias y ellos, con tono afectuoso, nos desearon que nos gustara su tierra.

En ese mismo tono nos han tratado todos los lugareños, tanto en la anárquica Atenas como entre las montañas de esta Grecia verde y desconocida en la que nos estamos moviendo.

Una población que se comunica con un alfabeto desconectado y que escribe en pasado, que sabe aún disfrutar de las charlas sin tempo y de miradas a ningún sitio, nos ha ido acogiendo con cercanía y gratitud.

El primer recelo que intuimos fue al hablar con Yiota. Una mujer agradable y de aspecto especialmente cuidado, psicóloga y dueña del apartamento. "¿Y, cómo habéis visto el campo? ¿muchos altercados?" Tras nuestro primer día le contestamos que para nada, que todo fluye pacíficamente en esa árida laguna de vida que es Katsikas. Nos cuenta que al principio la gente del pueblo quiso ayudar, los llevaron a sus casas para lavarles y darles comida. Nos sorprende ese tono en pretérito.

Tampoco nos encaja mucho con lo que vemos en el campo. Ningún voluntario local entre las decenas de cooperantes. Llegan donaciones monetarias, y de vez en cuando alguien que se acerca a traer ropa o alimentos. Nos explica Ira, que dirige al equipo de voluntarios de Olvidados. Es cierto que quizás algunas de estas bicicletas que veis han podido ser robadas, lo que no está bien, pero es entendible en situaciones tan precarias. Pero eso produce, lógicamente, desconfianza en el pueblo.

Kiota, voluntaria griega que ayuda en el campo de Katsikas - P. S.

Ningún voluntario local in situ, hasta la llegada de Kelly, a la que recibimos con aplausos al presentarse. Por fin una autóctona en el equipo. Kelly trabaja en Ikea y ronda la treintena. Alquila su casa a unos españoles que la han convencido. "Me contaban que no pasaba nada y llegaban con lágrimas del dolor que veían. Decidí que tenía que conocer y ayudar en esta realidad tan próxima de la que sabía poco. Mis compañeros de trabajo me han dicho que si estoy loca. Existe desconocimiento y muchos prejuicios.  Que es un lugar sucio, que hay peleas. Y como Grecia además está tan perjudicada económicamente, que no es justo".

Kelly, el ángel de la guarda de los voluntarios que acuden a Katsikas - P. S.

La anfitriona del bar de Katsikas, en el que sobre las 20:00 horas se reúnen todos los voluntarios diariamente, nos cuida con numerosas tapas y está feliz. También los comerciantes de la zona. No solían vender tales cantidades indecentes de ciertos productos (higiene, limpieza, ropa interior) de forma tan frecuente.

En los próximos días se esperan que cinucuenta desempleados griegos, contratados por el Estado, entren a trabajar en el campo de Katsikas. Veinte o treinta en Filippiadas. Hammal se ríe al escucharlo. Al final somos nosotros quienes estaremos proporcionándoles empleo a ellos.